Quizá Homero, o el hombre a quien llamamos Homero (pues ésta es, evidentemente, una vieja cuestión), pensó escribir un poema sobre un hombre iracundo, y eso nos desconcierta, pues pensamos en la ira a la manera de los latinos: “ira furor brevis”. La ira es una locura pasajera, un ataque de locura. Es verdad que la trama de la Ilíada no es, en sí, precisamente agradable: esa idea del héroe malhumorado en su tienda, que siente que el rey lo ha tratado injustamente, emprende la guerra como una disputa personal porque han matado a su amigo y vende por fin al padre el cadáver del hombre al que ha matado.
Pero quizá (puede que ya lo hay dicho antes; estoy seguro), quizá las intenciones del poeta carezcan de importancia. Lo que hoy importa es que, aunque Homero creyera que contaba esta historia, en realidad contaba algo mucho más noble: la historia de un hombre, un héroe, que ataca una ciudad que sabe que no conquistará nunca, un hombre que sabe que morirá antes de que la ciudad caiga; y la historia aún más conmovedora de los hombre que defienden una ciudad cuyo destino ya conocen, una ciudad que ya está en llama. Yo creo que éste es el verdadero tema de la Ilíada. Y, de hecho, los hombres siempre han pensado que los troyanos eran los verdaderos héroes. Pensamos en Virgilio, pero también podríamos pensar en Snorri Sturluson, que, en su más joven edad, escribió Odín –el Odín de los sajones, el dios-era hijo de Príamo y hermano de Héctor. Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados, y no con los griegos victoriosos.
Quizás sea porque hay una dignidad en la derrota que a duras penas le corresponde a la victoria.
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¿Qué pensamos de la felicidad? ¿Qué pensamos de la derrota, de la victoria? Hoy, cuando la gente habla de un final feliz, lo considera una mera condescendencia hacia el público o un recurso comercial; lo consideran artificioso. Pero durante siglos los hombres fueron capaces de creer sinceramente en la felicidad y en la victoria, aunque sentían la imprescindible dignidad de la derrota.
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Es decir, no podemos creer de verdad en la felicidad y en el triunfo. Y quizá ésta sea una de las miserias de nuestro tiempo.
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Los poetas parecen olvidar que, alguna vez, contar cuentos fue esencial y que contar una historia y recitar unos versos no se concebían como cosas diferentes.
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En cierta manera, la gente está ansiosa de épica. Pienso que la épica es una de esas cosas que los hombres necesitan. De todos los lugares (y esto podría introducir una especie de anticlímax, pero es un hecho), ha sido Hollywood el que más ha abastecido de épica al mundo. En todo el planeta, cuando la gente ve un western –al contemplar la mitología del jinete, el desierto, la justicia, el sheriff, los disparos y todo eso-, creo que capta la emoción de la épica, lo sepa o no. Al fin de cuentas, no es importante saberlo.
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Pienso que la novela está fracasando. Pienso que todos esos experimentos con la novela, tan atrevidos e interesantes –por ejemplo, la idea de los cambios de tiempo, la idea de que la historia sea contada por distintos personajes-, todos se dirigen al momento en que sentiremos que la novela ya no nos acompaña.
JORGE LUIS BORGES
El arte de contar historias
Arte Poética
30.11.04
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