Allí está, otra vez. La imagen de Juan Sebastián Verón, a cinco minutos de quedar eliminado del Mundial, yendo a buscar al trotecito desganado un saque lateral. Afuera, Argentina pasaba una de las peores (sino la peor) crisis de su historia. Adentro del corazón, la sensación de que los tipos que llevaban esa camiseta, les importaba muy poco los que estaban del otro lado, mirándolos a la madrugada, en la otra punta del planeta.
No es extraño que cuatro años después, uno pueda ver a los pibes caminar por la calles de Buenos Aires con la camiseta de Brasil o la del Barsa con el nombre de Ronaldinho o, la más coqueta, del Inter o de la Juve. Herejía inimaginable en otros años, hoy no es una perla de rara existencia.
De eso se trata el desafío que Néstor Pekerman y su plantel enfrentan en este Mundial que empieza. No un título (azaroso, más aún con este esquema de eliminación a suerte y verdad y con fixtures organizados a dedo), sino la proeza de recuperar el cariño perdido, la necesidad de que otra vez, esa camiseta te represente como lo hizo en la crisis del 2001, cuando más de un argentino salió a protestar enfundando en la celeste y blanca con el 10 en la espalda, tal vez el único símbolo de nación que nos quedaba.
Lo sabemos. Sabemos que detrás hay un juego, detrás están los intereses comerciales, detrás está todo eso que corrompe el mundo que nos rodea. Pero, cuando la pelota pique, hacemos fuerza para que todo eso se quede al costado de la línea de cal.
Sabemos que no es fácil. Sabemos que tal vez, ni siquiera pueda ser posible.
Pero no dejamos de quererlo, como cada cuatro años, con cada Mundial.
9.6.06
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