En un país normal, se le renovaría el contrato a José Pekerman por otros cuatro años y se pondrían todas las pilas para darle experiencia a la muy buena base juvenil que apareció en este Mundial, medirlos con rivales europeos para templarlos en la competencia e intentar, en el próximo ciclo, el título tantos años anhelados. Pero como no somos un país normal, los mismos dirigentes y periodistas que hablaron de más (como con ningún otro técnico en la Selección) van a decirle chau a Pekerman y se buscará otros saltos al vacío, no exento de afanes comerciales. Son los mismos dirigentes absolutamente incapaces a la hora de definir fixtures razonables o arbitrajes imparciales. Es la vieja historia argentina: los que nos mandan terminan entregándonos por monedas.
Pero quiero guardarme una imagen de este equipo que mereció ligar un poco más: la de Lucho González, saliendo en camilla en el partido contra Serbia y Montenegro, creyendo frustrado, en apenas un cuarto de hora, su sueño mundialista, dándole instrucciones a Cambiasso sobre su marca personal. Que el tipo que tenía todo el derecho a pensar en su propia puta suerte, tuviera como prioridad la posición del equipo, es digno de destacar. Esa imagen, personalmente, me reconcilió con esta Selección Argentina y me ayudó a olvidar esa caminata displicente rumbo a un lateral de aquel volante de cuyo nombre no quiero acordarme, en Corea – Japón, a cinco minutos de quedar eliminados.
Ojalá que el final hubiera sido otro. Le hubiera hecho muy bien a este fútbol de temerosos y especuladores, donde los poderosos siempre tienen todas las cartas del mazo y alguna más extra por si hace falta. Pero aunque el final del sueño no fue el que esperábamos, como espectador no voy dejar de agradecerle a un buen tipo como José Pekerman y a este grupo de jugadores que hayan dejado todo en una cancha y que se hayan ido del Mundial sin guardarse nada.
Gracias y quien te dice, en Sudáfrica, en cuatro años…
1.7.06
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