Conocí al Hospital Vélez Sársfield, a fines de 1974, con ocho años y chirolas, cuando me caí sobre un fondo (léase “culo””) de botella roto que me abrió un agujero en la rodilla que necesitó de unos cuantos puntos y varias semanas de curaciones. Allí, en ese hospital (público y de barrio), me trató el equipo de cirujanos plásticos que, al año siguiente, me operarían las orejas a lo Dumbo que me caracterizaban en mi infancia. Absolutamente gratuito (apenas la simbólica donación de algunos materiales que se necesitaban para otra operación), absolutamente financiado por los impuestos de los ciudadanos.
La noche del lunes 11 de septiembre no pude dejar de recordar a ese grupo de doctores, enfermeros y camilleros que se ofendían, con instantáneo orgullo reflejo, cuando los pacientes mencionábamos al hospital con el nombre que se lo conocía en el barrio, el “Hospitalito”. Porque treinta y dos años después, el círculo se cerraba. Ahora era yo el que traía a mi madre, con un tajo en la pierna que sangraba tanto o más, que aquel otro del 74. Pero, a diferencia de entonces, la esperaba una camilla dudosamente limpia, al lado de una pared gris con manchas y grietas, adyacente a un pasillo con el piso regado de guantes de látex usados, algodones pisoteados y algún charco de sangre. Siguió esperando más de una hora, al improbable traumatólogo que “ya va a bajar”, junto al viejito que se sofocaba aferrado a la mascarilla de oxígeno, escuchando la danza patética del subdesarrollo, caricatura de profesionales que habían perdido, en tanto tiempo de degradación sistemática, algo más que la dignidad y el respeto que le debían a sus pacientes: habían perdido la dignidad y respeto por sí mismos.
En la madrugada del 12 se superpusieron las polairods del derrumbe, las grietas del sistema de salud que, como todo lo demás, como todo lo otro que se toque en Argentina, apesta y duele: conductores de ambulancia dormidos al volante tras turnos de 72 horas; paramédicos bañadas sus manos en la sangre del paciente, sin ninguna protección, a los que había que sugerirles si no querían ponerse un poco de alcohol, por las dudas; gente que llegaban a la guardia con un dolor de oído y se los remitía al hogar, con el consejo de que se tomaran el antinflamatorio que tuvieran en casa, porque “acá no tenemos aparato para mirar el oído, se va a tener que ir hasta el Clínicas o el Piñeyro”; el médico de guardia de la costosa prepaga a la que fuimos derivados (a pedido), atajándonos con un “mal hecho, ustedes debieron dejar que los trataran en el hospital público porque tienen muchos más recursos que nosotros” (el mismo médico de la misma prepaga que acecha con otro aumento en los próximos meses); camilleros dormidos de pie, sin poder ayudar a su compañero, aunque quisieran; viejitas deshidratadas varadas en la guardia porque no había camas en ningún hospital de la ciudad; diagnosticados con alta presión que se arriesgaban a volver a su casa, para poder ir al baño.
Con el paso de las horas (las largas cuatro horas, hasta que recibió la sutura correspondiente), confieso, el nudo que inicialmente me había atrapado el estómago en un puño, se transformó en una bronca contenida de dientes apretados y furia pulsando en cada músculo. Bronca que excedía el problema personal, cabe aclarar. Porque al accidente de un familiar, se había agregado otra bronca: la de comprobar, otra vez más, en qué lugar nos dejaron nuestros dirigentes, cómo nos robaron el futuro, como se quedaron con todas las esperanzas, con todas las ilusiones. Tanto han robado, tanto perseveraron en su mediocridad, que han logrado que todos los que juegan su juego acepten, con miserable resignación, este estado de cosas, como si nunca hubiera existido otro país distinto.
Sé que podrá argüirse motivos presupuestarios, la herencia recibida, que la situación es peor en otros distritos, que bla, bla, bla. Esto no es cuestión de dinero, es cuestión de ética, de moral, de vocación, de amor por los otros y por lo que se hace. No es una cuestión de presupuesto que un profesional de la salud tire un guante en el tacho de basura y no afuera; no es un gasto descomunal pintar una pared, revocar una grieta, pasarle un desinfectante a la camilla donde se va a tratar a un enfermo. No estamos hablando del tomógrafo de última generación: estamos hablando de cosas mínimas, de elementos al que un país como Argentina no le representa un horizonte inalcanzable.
De lo que estamos hablando es de algo que se quebró dentro nuestro, de algo mucho más grave todavía: bajamos los brazos. Nos convencieron que nos merecemos un presente tan indigno como los que nos gobiernan; permitimos que consideremos que, por el sólo hecho de quedarnos aquí, eso signifique la renuncia implícita a nuestros sueños, una mansa aceptación al manoseo, la indiferencia, la soberbia de los vulgares, la mentira sistemática.
Posiblemente, sea cierto.
Posiblemente ninguno de los que nos quedamos tengamos un futuro aquí, como no lo tiene esto que alguna vez llamamos una nación.
Tal vez, sea cierto, somos una sociedad en disolución y la Argentina del 74, la de los hospitales públicos limpios, atendidos por profesionales que amaban lo que hacían, se haya perdido para siempre, en frustrantes 23 años de democracia.
Quizás, es posible, no haya más esperanza.
Pero uno escribe y tiene todo el derecho a escribir esta bronca, a arrojarla en cada renglón, a revindicarla como una solitaria rebelión contra tanta resignación indolente. Masticar bronca y escupirla, aunque sea como constancia de que uno fue testigo de un país diferente, con otra clase de gente y otra clase de dirigentes, que se les hubiera caído la cara de vergüenza al ver lo que pasa, cada noche, en la guardia de un hospital público de barrio.
Marcelo De Biase
invasionesinglesas@gmail.com
libretachatarra.blogspot.com
CC:
Jorge Telerman
jtelerman@buenosaires.gov.ar
Alberto De Micheli
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Alicia Pierini
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18.9.06
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