Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo.Se sabe, aunque también pertenece a su universo mitológico, que para hacer el envío de la obra a Buenos Aires, el autor y su esposa tuvieron que contar las monedas, que de todos modos no alcanzaron. El envío costaba ochenta y dos pesos mexicanos y ellos no tenían más de cincuenta de modo que dividieron el manuscrito y enviaron los diez primeros capítulos. “Luego –narra Dasso Saldívar- se fueron a casa, agarraron las ‘tres últimas posiciones militares’: el secador de ella, el calentador de él y la batidora y se fueron al Monte de la Piedad y las empeñaron por unos cincuenta pesos (con los que hicieron el segundo envío). Cuando salieron de la vieja oficina de correos (…) Mercedes, que aún no había leída la novela, le dijo a su marido: ‘Oye, Gabo, ahora lo único que falta es que esta novela sea mala’”.
“GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ”
“Cien años de soledad”
En agosto de 1967, Gabo y Mercedes asistieron, en Buenos Aires, al comienzo de la leyenda.
MARÍA LUJÁN PICABEA
“Una legendaria primera edición”
(“ñ”,19.05.07)
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