22.1.10

el misterio de la desaparición de la aventura de Sherlock Holmes

En un prefacio escrito por Esteban Riambau, traductor de la versión en español de las novelas de Sherlock Holmes publicadas por Editorial Óptima, éste señala que hay un párrafo duplicado en dos cuentos de la saga de Holmes, un fragmento en el que Sherlock “lee” la cadena de pensamientos de su amigo el Dr. Watson. El párrafo en cuestión inicia el relato “La aventura de la caja de cartón” y de “El paciente interno”. El traductor descarta errores de compaginación de la editorial inglesa o del propio autor, Sir Arthur Conan Doyle. Y esboza una explicación que compartimos con el público chatarra.

“La aventura de la caja de cartón” apareció en enero de 1893, en las revistas The Strand y Harper's Weekly, reeditada un año después en la colección de relatos del detective titulada “Las memorias de Sherlock Holmes”. En las ediciones siguientes, el cuento desaparece, hasta 1917 en que integra el compendio titulado “El último saludo”.

Coincidentemente, cuando el cuento desaparece de la saga de Holmes, el párrafo citado pasa a formar parte del comienzo de “El paciente interno”. A partir de este movimiento, persistió la duplicación del párrafo en varias ediciones, tanto en inglés como en español.

Riambau arriesga la hipótesis de la proscripción del cuento “La aventura de la caja de cartón”. Sospecha que el tema central del cuento (un hombre que mata a su esposa y a su amante) podría herir la sensibilidad del público en plena época victoriana, capaz de horrorizarse ante la sola alusión del adulterio. Seguramente, Conan Doyle acordó retirar el cuento pero quiso que el párrafo en el que Holmes “lee” la mente de Watson se mantuviera, insertándolo en otro cuento.

Cuando los tiempos cambiaron, el cuento volvió al corpus holmesiano, con la involuntaria duplicación.

Nada mejor, para terminar el post, que transcribir el párrafo en cuestión.

Viendo que Holmes estaba demasiado abstraído para conversar, yo había echado a un lado el insulso periódico y, reclinándome en el sillón, me sumí en profundas meditaciones. De pronto la voz de mi acompañante interrumpió el curso de mis pensamientos:

-Lleva usted razón, Watson. Parece una forma absurda de dirimir una disputa.
-¡De lo más absurda!- exclamé, y de pronto, comprendiendo que Holmes se había hecho eco del pensamiento más íntimo de mi alma, me incorporé del sillón y le miré perplejo.
-¿Cómo es eso, Holmes? -grité-. Supera todo cuanto pudiera haber imaginado.

Él se rió de buena gana al observar mi perplejidad.

-Recuerde usted -me dijo- que hace algún tiempo, cuando le leí el pasaje de uno de los relatos de Poe en el que un minucioso razonador sigue los pensamientos no expresados de su compañero, usted se sintió inclinado a tratar el asunto como un mero tour de force del autor. Al advertirle que yo solía hacer eso constantemente, usted se mostró incrédulo.
-¡Oh, no!
-Tal vez no llegara a expresarlo en palabras, mi querido Watson, pero lo hizo sin duda con las cejas. De modo que cuando le vi tirar el periódico al suelo y ponerse a pensar, me alegré mucho de tener la oportunidad de leerle el pensamiento, y finalmente de poder interrumpirlo, demostrando así mi compenetración con usted.

Aquello no me convenció del todo.

-En el ejemplo que usted me leyó -le dije- el razonador extrajo sus conclusiones basándose en la actuación del hombre al que observaba. Si mal no recuerdo, aquel hombre tropezó con un montón de piedras, miró hacia arriba a las estrellas, etcétera. Yo, en cambio, he estado sentado en mi sillón tranquilamente, por tanto ¿qué pistas he podido darle?
-Es usted injusto consigo mismo. Las facciones le han sido dadas al hombre para poder expresar sus emociones, y las suyas cumplen ese cometido fielmente.
-¿Quiere usted decir que leyó en mis facciones el curso de mis pensamientos?
-En sus facciones y sobre todo en sus ojos. ¿Es posible que no pueda usted recordar cómo comenzaron sus ensueños?
-No, no puedo.
-Entonces se lo diré yo. Después de tirar al suelo el periódico, acto que atrajo mi atención hacia usted, estuvo sentado durante medio minuto con expresión ausente. Luego sus ojos se clavaron en el retrato, recientemente enmarcado, del general Gordon y por la alteración de su rostro comprendí que había vuelto a sumirse en sus pensamientos. Más eso no le condujo muy lejos. Sus ojos contemplaron fugazmente el retrato sin marco de Henry Ward Beecher, que estaba encima de sus libros. Entonces miró usted hacia arriba a la pared, y era obvio desde luego lo que eso significaba. Usted pensaba que si el retrato estuviera enmarcado cubriría exactamente ese espacio desnudo de pared, y haría juego con el retrato de Gordon que allí estaba.
-¡Me ha comprendido usted a las mil maravillas!- exclamé yo.
-Hasta ahí era poco probable que me perdiera. Pero ahora sus pensamientos volvieron a Beecher, y usted le miró con severidad como si estudiara el semblante del personaje. Entonces dejó usted de entornar los ojos, aunque sin dejar de mirar, y su rostro se quedó pensativo. Estaba usted recordando los incidentes que jalonaron la carrera de Beecher. Me daba perfecta cuenta de que usted no podía hacer eso sin pensar en la misión que emprendió durante la Guerra Civil en favor del Norte, pues recuerdo que expresó su ferviente indignación por la manera en que fue recibido por los más turbulentos compatriotas nuestros. Lo sintió usted tanto que yo sabía que le sería imposible pensar en Beecher sin acordarse también de eso. Cuando, poco después, vi que sus ojos se apartaron del retrato, sospeché que ahora volvía usted a pensar en la Guerra Civil y, cuando observé que apretaba usted los labios, que sus ojos echaban chispas, y que apretaba los puños, tuve la seguridad de que, en efecto, estaba usted pensando en el heroísmo demostrado por ambos bandos en aquella batalla sin cuartel. Pero entonces, de nuevo su rostro se puso más triste y dio usted muestras de desaprobación. Hizo usted hincapié en la tristeza, el horror y la inútil pérdida de vidas humanas. Acercó usted la mano sigilosamente a su vieja herida y una sonrisa tembló en sus labios, lo cual me indicó que el aspecto ridículo de este método de dirimir las cuestiones internacionales había afectado a su mente. En ese mismo instante estuve de acuerdo con usted en que aquello era absurdo y me alegró comprobar que todas mis deducciones habían sido correctas.
-¡Sin lugar a dudas! -dije yo-. Y ahora que me lo ha explicado usted, confieso seguir tan asombrado como antes.

(El párrafo se tomó de : http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/doyle/caja.htm)

1 comentario:

Romina dijo...

Por ésta capacidad de interpretar la expresiones faciales, se deduce que Sherlock Holmes no tiene síndrome de Asperger como muchos creen y hasta afirman.