9.4.10

fuentes romanas

Durante esas tinieblas de la Baja Edad Media, el arte de escribir sólo había sobrevivido en los centros monásticos y, muy toscamente, en las escasas secretarías de las cortes. Estos núcleos supervivientes, al estar muy alejados entre sí, tendían a generar grafías propias. Ya no existía un modelo al que ceñirse, y los amanuenses que trabajaban con la pluma o el punzón sobre pergaminos de piel de cordero raspada en estancias mal iluminadas, escribían espontáneamente como les resultaba más sencillo a ellos, y no como hiciera más fácil la lectura. Por lo general un copiante podía leer sus escritos, pero pocos más eran capaces de hacerlo.

Desde luego, la mayoría de ellos había visto las grandes y angulosas mayúsculas latinas grabadas en muros y lápidas; para ellos, era una especie de lenguaje funerario. Sin embargo, requería mucho esfuerzo copiar un libro entero en aquellas letras, que por otro lado ocupaban demasiado lugar en aquellos valiosos pergaminos. Las mayúsculas angulosas estaban bastante bien para el encabezamiento de la página; para el resto, los amanuenses solían emplear su propia cursiva. Incluso la cancillería papal había desarrollado una vacilante caligrafía que debía ser descifrada por los iniciados. Algo de la hermosa letra romana de la antigüedad sobrevivió en Irlanda, donde se convirtió en elegante grafía insular de Lindisfarne.

Mientras, los contados monasterios de Hispania empleaban unas letras visigodas, claras pero completamente distintas, al tiempo que los monasterios beneventinos en torno a Montecassino desarrollaban unas letras menudas, sin separación entre ellas, que servían bastante bien a los beneventinos. El problema era que las letras tendían a tomar diferentes formas en los distintos lugares, mientras que los irlandeses desarrollaron otra grafía enteramente propia, que llegó al corazón del reino franco gracias a misioneros como Gall y Columbano.

En uno de los monasterios del reino, Corbie, donde había estudiado Adalardo, evolucionó una suerte de común denominador de la escritura, en parte derivada de la antigua grafía romana y, en parte, de la influencia celta. (Entretanto, la escritura de Constantinopla seguía siendo bastante legible, pero mantenía el uso del griego, que apenas era conocido en el oeste.) Pacientemente, al copiar sus libros, los amanuenses de Corbie desarrollaron una letra que se llamaría minúscula y que ofrecía dos ventajas vitales: era lo bastante pequeña como para escribirla fácilmente con la pluma y, al mismo tiempo, conservaba la forma clara de las letras grandes (mayúsculas). Tal escritura resultaba atractiva y cualquiera podía leerla tras un par de ensayos.

Estas toscas minúscula de Corbie encontró una buena acogida en Tours, cuyos copiantes la perfeccionaron hasta hacer reconocibles las letras una a una, dejando una ligera separación entre ellas. Y la escritura de Tours llegó más tarde a la escuela palatina de los francos, donde aparecía en pan de oro en la primera página púrpura del gran Leccionario o Biblia de lectura de Carlomagno cuando Alcuino se hizo cargo de la escuela. No es cierto, como se ha dicho en ocasiones, que Alcuino fuera el inventor de esta escritura, pero sí favoreció su uso, igual que Carlomagno, porque resultaba más fácil de leer.

El rey y el sabio de York prepararon un salterio para Adriano, escrito en oro en aquella nueva y hermosa letra.

Conforme aumentaba la producción de copias de libros, la escritura que había evolucionado en Corbie, Tours y Aquisgrán se extendió hasta las fronteras del reino franco. Tanto Carlomagno como Alcuino comprendieron la ventaja de tener una caligrafía uniforme en todos los centros de lectura y el monarca lo hizo obligatoria.

Sin embargo, no resultó tarea fácil instruir a cientos de hombres para que escribieran según el mismo patrón. “No hacemos grandes progresos”, reconocía Alcuino ante su amigo, “debido a la incultura aquí existente.” Para escribir bien, el amanuense tenía que saber leer con fluidez. Más aún, tenía que utilizar los signos de puntuación como los demás. Como recordatorio, Alcuino colocó un rótulo en el scriptorium: “Expresad claramente el sentido de las palabras mediante la puntuación, o el lector de la iglesia las transmitirá erróneamente a sus hermanos”. Esta advertencia resulta muy típica de Carlomagno.

La inflexible determinación del monarca imperial y el genio de Alcuino para la preparación de libros consiguieron su objetivo. Salterios, misales, libros de leyes y otros muchos volúmenes transcritos con aquella nueva letra viajaron de Tours y Aquisgrán hasta las ciudades más lejanas. Por fin había aparecido una escritura común a todos y con ella se puso término al galimatías incoherente de siglos anteriores.

Más aún, al ser copiado múltiples veces gran número de obras literarias clásicas y de principios del cristianismo, se conservaron textos que, de otro modo, no habrían llegado a los eruditos del renacimiento y a nuestros días.

Esta escritura, que hoy conocemos como “minúscula carolingia”, se mantuvo vigente en siglos posteriores pese a la intrusión de la florida letra gótica. Cuando los humanistas de siglos posteriores buscaron una caligrafía mejor, revivieron esta minúscula carolingia, sobre todo en Italia, pasando a ser conocida entonces como “letra romana” (nuestra “redonda”). Y cuando los primeros impresores buscaron en los manuscritos un modelo en que basar sus caracteres tipográficos, probaron los góticos para decidirse finalmente por los carolingio-romanos. Y así ha sobrevivido en las páginas que hoy leemos.

HAROLD LAMB
“Carlomagno”

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