14.6.10

sobre filosofar

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Reportaje en “Ñ” al filósofo argentino Tomás Abraham del que seleccionamos algunos párrafos.
Hay distintos tipos de lugares comunes. Parte de nuestro vocabulario es griego, desde la palabra arquitectura a la palabra democracia. Pero también existe un abuso banal de la filosofía de parte de quienes se quieren dar cierto lustre. Recuerdo al senador Eduardo Menem cuando durante los ochenta, en un discurso en el Congreso para rechazar el proyecto de Terragno de crear una sociedad mixta con Aerolíneas Argentinas y SAS –la sueca–, defendía el pabellón nacional de la empresa con dichos extraídos de textos de Hegel. Para no insistir con Mariano Grondona cuyo retrato está en uno de mis libros. Lo mismo que la Presidenta de la nación en el Congreso de Filosofía de San Juan, que decía que para ella Hegel había sido muy importante. O Perón, en su discurso inaugural del famoso congreso de filosofía del 48, en el que manifestaba que el existencialismo era un asquismo. El mejor fue Menem que al menos sabía reírse de sí mismo y confesaba que había leído a Sócrates.

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No hay filósofo que haya marcado la historia del pensamiento occidental que no haya sido original. Ser original no es nacer de un huevo. Los filósofos son tan mamíferos como cualquiera e hijos de su tiempo. Pero si no hubieran pensado a contracorriente de las autoridades de su tiempo, a nadie le hubiera llamado la atención, ni en su presente ni de modo póstumo, nada habría quedado de sus obras. Los filósofos no son ideólogos. Son creadores de sistemas de pensamiento. Los efectos políticos de sus escritos no se distribuyen a ambos lados de una supuesta trinchera divisoria de clases sociales. Decir que Descartes sentó los fundamentos del capitalismo o de la depredación de la vida natural, es un resabio del modo en que se enseñaba filosofía detrás de la cortina de hierro trasladado a nuestro país por los ideólogos de nuestra guardia de hierro en las cátedras de filosofía y socialismo nacional. Basta enterarse de las persecuciones que padecía la secta de los "cartesianos" en Europa para medir los efectos subversivos del pensamiento de sus miembros para el poder de la época. Ni hablar del supuesto contenido "burgués" de Kant, quizás el filósofo que inició el camino de la filosofía contemporánea desde Kierkegaard, hasta Marx y Nietzsche, y del pensamiento existencial al ateísmo y el escepticismo modernos. Para no insistir en el esclavismo detrás de los diálogos de Platón y los tratados de Aristóteles o el nazismo de Heidegger, y el stalinismo de Sartre. Ni el nazismo de Heidegger invalida su extraordinario curso sobre Nietzsche dictado durante el Tercer Reich ni el texto sobre el fantasma de Stalin hace mella en una obra admirable como El ser y la nada. Por un lado es creer equivocadamente que las filosofías son concepciones del mundo que determinan los acontecimientos políticos, lo que no es cierto. Determinan menos que los aumentos en el precio de las papas y los impuestos a las importaciones de té, como en las revoluciones francesa y norteamericana. Por el otro, es ignorar, en nombre de un pan-ideologismo, que la tarea del pensamiento de los grandes filósofos subvierte los cánones culturales.

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Cuento en las primeras páginas de mi libro cómo llegué a leer mi primer libro de filosofía a los quince años, Historia de la filosofía, de Will Durant, y quedé fascinado ante el grabado de Gustave Doré (quizás fue un recorte del famoso cuadro de David) de Sócrates en su celda levantando la copa de cicuta ante la plegaria de sus jóvenes discípulos, y la frase que lo acompañaba que decía: "La muerte de un mártir del pensamiento". Quedé anonadado. Sabía lo que era un mártir, las religiones estaban llenas de ellos, pero no sabía que se podía morir y sacrificarse por algo llamado "el pensamiento". Un profesor de inglés me recomendó el primer diálogo de Platón, y ahí descubrí por qué había muerto Sócrates. Había salido de la caverna, y eso se paga. Cuento entonces que yo hice lo mismo, salí de mi caverna, en especial de mi caverna bucal ya que era tartamudo, y me puse a hablar a pesar de mi disfunción oral. Había que hablar para afuera, y no tragarse todas las palabras, y hacerlo en el tono imperativo y desafiante del maestro Sócrates. Eso decidió mi vocación y me ayudó en mi cura.

GUSTAVO VARELA
“Filosofar con la potencia del rock”

(“ñ”, 22/05/10)

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