6.7.10

la última casa de dostoievski

la nación

Fiodor Dostoievski vivió en muchas casas y lugares -nunca más de tres años en una misma vivienda- y tuvo siempre la obsesión de que sus pisos estuvieran en una esquina, con ventanas a las dos calles y cerca de una iglesia, de modo que pudiera oír las campanas, música que sosegaba su espíritu. La última casa en que vivió, y donde murió en 1881 meses antes de cumplir los sesenta años, entre la Perspectiva Kuznechny y la antigua calle Yamskaya, ahora llamada Dostoievski, cumple con todos estos requisitos y, mientras el visitante la recorre, puede oír doblar a las campanas de la vecina iglesia ortodoxa de Vladimir, convocando a los fieles.

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Es una casa modesta, aunque menos ascética que las anteriores, e incluso hasta con algunos lujos, como el juego de tazas de té de porcelana que luce una de las alacenas y el confortable sillón del escritorio donde Dostoievski podía echarse a descansar un rato en medio de las interminables y afiebradas sesiones nocturnas en que escribía, en estado de trance casi siempre, Los hermanos Karamazov, una de sus obras maestras. Alcanzó a verla publicada exactamente un mes antes de morir. Estaba ya muy enfermo. La casa se halla en el segundo piso y, cada vez que subía, el ilustre inquilino tenía que pararse un rato, en el descanso de la escalera, para recuperar el aliento. El médico le había prohibido fumar, pero él sólo respetaba la prohibición durante el día; en la noche fumaba sin descanso mientras escribía y ahí está todavía, sobre su mesa de trabajo, la cajita de cigarrillos que liaba con sus manos nerviosas mientras iba releyendo las cuartillas recién escritas.

A fines de enero de 1881 tuvo la primera hemorragia de garganta. Pidió a su mujer que le leyera uno de sus pasajes preferidos en el ejemplar de la Biblia que llevaba siempre consigo desde que se lo regalaron las mujeres de los "decembristas", treinta y un años atrás, en la estación de Tobolsk, cuando pasó por allí, como convicto, rumbo a su exilio de cuatro años en Siberia.

Anna era su segunda esposa, veinticinco años menor que él. Llevaban once años de casados y ella, con su energía, devoción y talento, había puesto algo de orden en la vida siempre atolondrada y al borde de la catástrofe de Fíodor. Gracias a esa mujer joven y luchadora, sus finanzas andaban mejor, ella ganaba algo de dinero distribuyendo libros y él ya no tenía que inmolarse escribiendo como un forzado. Se había quitado el vicio del juego, que le causó tantos infortunios. Poco después de ese primer desfallecimiento, le sobrevinieron otras dos hemorragias. La segunda puso fin a su vida. Su propia viuda o alguna visita atinó a detener el reloj del escritorio en el mismo instante de su muerte: las ocho y treinta y ocho de la noche. Ahí está todavía ese reloj, ciento treinta años después, marcando la hora siniestra.

Lo enterraron en el cementerio Tikhvinskoe, del monasterio de Alexander Nevsky, en las afueras de San Petersburgo. Es un hermoso lugar, y la tumba de Dostoievski, rodeada de árboles y de flores, con una hermosa estatua que refleja fielmente sus rasgos adustos y su mirada profunda y afiebrada, colinda con las de otros exponentes del genio creativo ruso: Rimski-Kórsakov, Alexander Borodin, Modest Mussorgski, Piotr Ilich Tchaikovski, Glinka. La mañana que pasé a ver la tumba llovía y algunos visitantes reverentes depositaban en ella manojos de flores. Yo le llevé media docena de rosas rojas.

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En San Petersburgo fue donde más tiempo vivió. De otro lado, no hay ciudad que parezca más impregnada de sus historias, personajes y la mezcla de truculencia, drama, espiritualidad, desgarro intelectual y misterio de su obra que ésta, sobre todo cuando uno camina por las destartaladas callecitas del barrio de Sennaya, a orillas del Canal de Griboedova, donde ocurren los principales episodios de Crimen y castigo, novela que Dostoievski terminó de escribir no muy lejos de aquí, en una casa de la calle Kaznacheiskaya de este barrio, que también puede visitarse.

Es la más "realista" de sus historias, al menos en el sentido de que los lugares que ella describe están casi todos identificados y algunos de ellos con placas que lo recuerdan. La casa donde Raskólnikov asesina a la anciana Alíona Ivánovna, en el número 104 del Canal de Griboedova, se conserva tal cual la narró, con sus baldosas desiguales, sus paredes descoloridas y sus rejas herrumbrosas, así como sus gentes melancólicas y derrotadas. Hasta la mañana grisácea, lluviosa e impregnada de premoniciones sombrías parece dostoievskiana.

Pero todavía más impresionantes son los lugares asociados a la vida de Raskólnikov, que parecen recién salidos de las páginas de la novela, como la sofocante taberna donde éste confiesa su crimen a Zamíotov o la casa donde el asesino vivió. Hace esquina también y un busto de un Dostoievski calvo y jiboso adorna su fachada. El mal tiempo ha borrado la pintura y todo el edificio -en verdad, todo el barrio pobretón y sórdido- parece a punto de descalabrarse. El largo vestíbulo de piedras tiene un techo combado donde el eco repite los ruidos y el patiecillo interior, en torno al cual se aglomeran los apartamentos, es estrecho y tan desangelado como la empinada escalerilla que conduce a las habitaciones. Harta de los visitantes, una vecina que arrastra pesadamente su gordura y su odio a la vida nos echa imprecaciones. Un gato maúlla en alguna parte. Es imposible no tener la sensación de que algún asesino devorado por inquietudes metafísicas anda suelto por los alrededores.

La casa museo de Dostoievski insiste en que, contrariamente a la leyenda, el autor de El doble estaba lejos de ser una persona sombría y amargada. Le gustaba jugar con los niños y les inventaba y les leía historias. Y les mostraba su colección de fotografías de escritores y artistas famosos, que, ahora, se exhiben en el cuarto donde Anna almacenaba los libros que vendía. La mayoría de las fotos son de escritores rusos. Entre los libros europeos, figuran un Quijote eslavizado, unos libros de Charles Fourier y de Hoffman y unas efigies de Victor Hugo joven y de George Sand, escritora que, por un sorprendente malentendido, llegó a ser inmensamente popular entre los jóvenes liberales rusos de la generación de Dostoievski, no tanto como escritora de novelas, sino como ideóloga progresista y luchadora social. Aquí se pueden ver, por fragmentos de la correspondencia, las opiniones que merecieron al dueño de casa algunas ciudades de la Europa occidental durante los viajes que hizo por ellas. La más inesperada: que París era una ciudad aburridísima donde no había nada que hacer.

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MARIO VARGAS LLOSA
“La casa de Dostoievski”

(la nación, 03/07/10)

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