8.9.10

en llamas

la nación

Lo realizado ayer por la Selección de básquet es otra de esas epopeyas que conforman su muy nutrido álbum de recuerdos épicos. No tanto por ganarle, jugando un gran básquet, a un muy buen equipo; ni siquiera por superar el fantasma de Rubén Magnano, el prócer sentado en la banca del rival. Principalmente, porque hace mucho tiempo que no veíamos un equipo que logra infundir en su oponente, la sensación de que no se le puede ganar.

A un minuto del final, Brasil se pone a un punto. En básquet eso es una enormidad de tiempo. Todo puede pasar y, mucho más, con un equipo que había mostrado su eficacia y variedad de tiradores de tres puntos. Pero, llamó la atención, ni los jugadores ni sus simpatizantes festejaron la conquista que los ponía a tiro de la gloria.

Terminado el partido, fuera de la emoción del momento, observando la grabación, se hizo más fuerte esa impresión: había total convencimiento de que la suerte estaba echada y que no se le podía ganar al rival. Es tal el oficio de la Selección Argentina, tan imponente el liderazgo de Luis Scola, que había quebrado el alma de su rival antes del final. Lo que seguía era un trámite.

Si algo faltaba, vale detenerse en las declaraciones de Scola poco después de terminar el partido, con las pulsaciones a mil donde podía desbordarse con frases tan caras en el fútbol, tales como “ganamos porque tuvimos huevos”, “los tenemos de hijo”, “mostramos que somos hombres”, etc., etc., etc. En su lugar, Scola confesó su pena porque Brasil se quedaba afuera, siendo un muy buen equipo, que hubiera querido encontrarlos más adelante y que no había más de cinco puntos de diferencia entre uno y otro. Que estaba vez le tocó a Argentina porque hizo las cosas “un poquitín” mejor que ellos.

Hay una rúbrica que vale más que cualquier campeonato: es la del hincha brasileño en la tribuna, triste por la eliminación de su equipo, que se puso de pie para aplaudir a la Generación Dorada que saltaba enloquecida con la tribuna argentina en Turquía. Ese premio es más valioso que cualquier título. Se llama respeto y es lo que se ha ganado este equipo. Porque, como declarara Sergio Hernández antes del Mundial, con un grupo así es imposible el fracaso; se puede perder un partido porque el otro fue mejor, pero no fracasar.

Como moño de esa actuación, vale destacar dos nombres. El de Pancho Jassen, que venía con la mira torcida para los triples, que pidió la pelota en un momento crítico, cuando Leandrinho sacudió dos tiros de tres seguidos, y empató con dos balazos desde afuera. En el último triple, se lo ve pidiendo el tiro con una seguridad asombrosa, en el momento en que la pelota quemaba en las manos. No se escondió: tomó la responsabilidad y sacó la cara, olvidándose de su pasado reciente. No hizo lo adecuado: hizo lo necesario.

El otro nombre, es Leo Gutiérrez. Leo se la pasó mucho tiempo en el banco, entrando escasos minutos, detrás del plantel que se ganó todo en Atenas. Los rivales de la Liga Nacional lo picaban diciéndole que estaba en el plantel para prepararle el asado a Ginóbili y Cía. En Beijing, cuando Manu se torció el tobillo y Chapu estaba en una pierna, fue el líder, a puro triple, para descontar los 20 puntos de ventaja que había sacado Estados Unidos, en una remontada histórica que hizo poner de pie al plantel español que estaba mirando el encuentro. Desde entonces, en este proceso, Leo jugó más y más minutos, todos vitales, con triples decisivos, peleando bajo el aro con tipos más grandes que él, porque el equipo lo necesitaba para hacer el trabajo sucio ante el tendal de lesionados. Lo de Leo Gutiérrez es un ejemplo que se le debe mostrar a cualquier pibe que esté practicando un deporte: entrená, dejá todo, contribuí con el equipo y esperá tu oportunidad. Porque cuando ésta llegué, vas a demostrar porque fuiste elegido.

Mañana espera otra batalla, con otro equipo duro, Lituania. Como siempre, con este equipo, el resultado es una anécdota.

Ya nos regalaron la emoción de que tengan, en la camiseta, los mismos colores que nosotros llevamos en el corazón.

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