19.3.11

construyendo la democracia

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Reportaje al politólogo Guillermo O’Donell publicada en “Ñ” del sábado pasado, del cual seleccionamos una serie de párrafos que nos resultaron muy interesantes sobre su análisis de la evolución de los sistemas democráticos de gobierno.
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La agenda de derechos por los que las sociedades luchan varía permanentemente. Por ejemplo, los derechos del trabajador, que hace doscientos años eran soñados, hoy son considerados indiscutibles. También lo son el derecho a no sufrir violencia en el hogar y los derechos a la identidad cultural. El derecho a la identidad sexual hasta hace poco era un delito, hoy es un derecho muy importante.

No se puede limitar entonces a la democracia con una definición teórica cerrada y definitiva.

Una virtud de la democracia es que no hay forma de cerrarla, es un horizonte siempre abierto. Esto implica dos cosas: gran frustración, ya que no todos los derechos se realizan efectivamente en el presente, pero también esperanza, en la medida en que siempre será posible luchar por esos derechos. Este carácter abierto es el corolario más fuerte de la idea de agencia.

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Todas estas demandas de incorporación política, de participación, de derechos, fueron demandas profundamente morales, siempre tuvieron un contenido moral importantísimo: “Yo soy un ser humano, y usted me debe reconocer como tal. Por eso tengo derecho a votar, a no sufrir violencia doméstica, etcétera”. Este componente moral no siempre es percibido por las teorías políticas y sin embargo, está en el centro de las democracias aun en los períodos en lo que uno mira alrededor y dice: acá no pasa nada.

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Hoy en algunos lugares sucede algo parecido: en medio de dictaduras que uno imaginaba que eran sólidas como rocas, se abren demandas morales de reconocimiento. De pronto confluyen y despiertan muchos sectores que hasta un cierto momento estaban incomunicados. La creatividad humana, la capacidad de defensa, de protesta, de crear reconocimientos, que después se pueden plasmar en algo más concreto, es infinita.

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En el origen de los Estados-naciones pacificados de hoy hay una historia de violencia: los british contra los papistas y los cuáqueros; España contra los no-católicos; Estados Unidos contra los indios, los inmigrantes y los esclavos. Lo que hoy aparece como un Estado-nación pacificado tiene por detrás mucha violencia y mucha exclusión: estas naciones no nacieron pacíficamente. La existencia de Estados sin naciones en muchos lugares remite a esta cuestión una vez más, y realmente no hay una solución geométrica para esta situación. El tema es si se pueden descubrir o no formas de articular una convivencia en la cual la gente acepte o no vivir bajo el mismo Estado. Este tema está planteado hoy claramente en Bolivia. Las historias nacionales están constituidas por memorias y olvidos. El problema que resurge de vuelta a partir de la incertidumbre de la democracia es que esas historias pueden ser contrastadas. Hay, por ejemplo, historias de las masacres de los pueblos indígenas de los Estados Unidos que están surgiendo ahora. Lo mismo en el caso de las poblaciones aborígenes argentinas. Que eso se reviva y se reponga es fundamental. Por supuesto que siempre va a haber poderes que busquen idealizar la historia, sacralizarla. Es una de las grandes funciones del Estado: crear historias homogéneas y consensuadas.

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El discurso del Estado sigue siendo muy eficaz. Las críticas apuntan más a sectores o segmentos puntuales del Estado y no al rol que cumple como homogeneizador de una cierta población, que podría sintetizarse en la fórmula “somos todos argentinos”. Creo que ese nivel de identificación es muy exitoso. En general, los Estados contemporáneos, salvo en los casos de grandes divisiones étnicas o culturales, son exitosos en ese nivel de aceptación. Esto se ve claramente en las competiciones deportivas: el fervor con el que los habitantes de todos los pueblos y de todas las culturas siguen al equipo de fútbol o al de básquet es notable, una manifestación muy fuerte de que a cierto nivel de identidad todavía son muy operativos.

Ese es un éxito muy grande del Estado moderno, que no existía antes del siglo XVIII o XIX. Muy ayudado por la democracia, porque históricamente todo gobernante le dijo a su pueblo “yo voy a gobernar para ustedes”, mientras que con la democracia pasó algo diferente, ya no sólo “gobierno para ustedes”, sino que “tengo que reconocer que el origen de mi autoridad son ustedes”. En ese punto la ciudadanía o el pueblo se convierte simbólicamente en el Estado: podemos decir “el Estado es nuestro”, porque los que mandan, los que deciden, reciben su poder de nosotros y no de Dios o de una dinastía. Esto lleva a un grado fuerte de identificación del pueblo con el Estado, con ese Estado que también es mío, y que, por supuesto, a veces también ha producido cosas horribles.

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Los fenómenos de migraciones actuales crean dos cosas: por una parte, diversifican las sociedades, pero, por otra, producen regímenes muy reaccionarios, que defienden una identidad que está siendo atacada. Los movimientos populistas en los países europeos son movimientos populistas de derecha que buscan la reafirmación de una identidad homogénea contra el resto. Esto augura problemas complicados y ciertamente el tema de los derechos de los extranjeros es uno de los desafíos de las democracias contemporáneas.

El último límite de la ciudadanía es el de la extranjeridad. Somos todos ciudadanos, pero somos todos ciudadanos nacionales. Sin embargo, existen situaciones de población en las cuales hay minorías muy importantes de extranjeros que van reclamando derechos, no sólo civiles y comerciales, que formalmente los tienen, sino también políticos. En varios países de Europa hay iniciativas interesantes, como que los extranjeros puedan votar en elecciones municipales. Este tema irá apareciendo cada vez con más fuerza.

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En realidad, ningún Estado monopoliza completamente el uso de la fuerza. Lo que el Estado puede monopolizar es la autorización del uso legítimo de la fuerza. Todo Estado aspira, o dice que aspira a eso. Ahora bien, hay Estados que abdican de esa aspiración dejando que bandas o mafias usen violencia sin que el Estado ni siquiera aspire a controlarlas.

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En general siempre hubo un hinterland más o menos liberal mientras que el resto del territorio permaneció en condiciones precapitalistas de todo tipo. Se ha avanzado mucho, pero aún hay poblaciones enteras que están marginadas de la legalidad democrática. Este problema histórico se combina con la existencia de mafias muy organizadas y poderosas que le disputan la territorialidad al Estado. En este sentido, la tarea de construir democracia es también la tarea de construir un Estado.

“La democracia como construcción”
Reportaje de FERNANDO BRUNO a GUILLERMO O’DONNELL.
(“ñ”, 14/03/11)

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