25.7.11

donde Florida se cruza con Lavalle

El Mickey rotoso de los bordes gastados, bonete azul con estrellas pringosas, sentando su cansancio en el cordón de un restaurante chino de la calle Lavalle, le tendía un sugus de ananá a un nene que aferraba su espanto a las piernas de su madre. El tipo adentro del Mickey estaba podrido de ese trabajo, sudando la gota gorda en el traje de asfixiante pelusa. Pero permanecía ahí, tratando de revivir la Magia de Disney para que el chiquito se creyera que ese pálido remedo, podía llegar a tener alguna relación con ese otro Mickey hechicero de la tele.

No pude dejar de pensar en esos otros Mickeys, los de la calle Florida, holografías cool del Ideal Disneyniano, artificios también, claro, pero tan cercanos a la perfección que no hay que ser chicos para dejarse llevar de la nariz por la puesta en escena y creer, fervientemente, que estamos ante el auténtico, el insustituible, el único y verdadero Mickey.

Ante esos Mickeys de alta gama, ni siquiera siendo chico se puede disimular la precariedad de esos Mickeys de la calle Lavalle. Tal vez… si no supiéramos de la existencia de ese Mickey de la calle Florida… quién dice, podríamos intentar ese ejercicio de torpe ilusión del Mickey de la calle Lavalle.

Pero, no es así.

Si Florida y Lavalle fueran paralelas, si esos mundos no se tocaran, tal vez podrían coexistir, en departamentos estancos, claro, esas burdas copias y sus duplicados de excelencia. Pero, fatalmente, Florida y Lavalle se cortan. Y en esos metros que confluyen en común, los Mickeys misha no tienen forma alguna de disimular su precariedad congénita.

Ante esa evidencia, algunos creen que es revolucionario prohibir circular por Florida.

Creo comprender al fin que lo verdaderamente revolucionario es, tal como ese chiquito conciente de la farsa, asumir la melancólica poesía del acto degrado y arrebatando presuroso el sugus de la mano del Mickey en jirones, reír a carcajadas antes de gritar: “¡Mirá Mamá! ¡Mickey me regaló un caramelo!”.

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