28.7.12

luz y color

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La lógica vino a decirme que si la luz natural conviene a las formas que nos da la naturaleza, esa luz tan verdadera resulta falsa aplicada a las formas que pensamos. Era necesario, pues, encontrar la luz autónoma para el ente autónomo: la luz del cuadro inventado.

(…)

Mis búsquedas comenzaron así: yo ponía en pleno sol, es decir, bajo una luz completamente pareja, un papel blanco; sobre el papel blanco, un cubo o rectángulo totalmente negro, otro muy rojo, luego un elemento azul y otro amarillo y trataba de captar, de cada uno de estos objetos, su color luminoso, dentro del tono que les daba la luz solar. Así, al incorporar la luz a la composición no objetiva que yo creaba, todos los colores, conservando su independencia, se encontraban sometidos a un mismo tono, a una misma concordancia. Piénsese en los instrumentos de una orquesta, afinados en una nota. Esto, en pintura, se llama tono.

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Esa modulación de los colores jugando bajo un mismo tono era lo que yo admiraba, sin saberlo, en las grande pinturas de todos los tiempos; pero fueron los cuadros de ellos pintores futuristas los que, por contraste, me revelaron el quid del asunto. En ellos, si exceptúo algunos pintados con grises, yo veía que si bien el dibujo me daba a veces la impresión de estar bien compuesto, los colores, sin relación entre sí, campeaban por su cuenta. No llegaba a comprender, como no lo comprenden muchos, todavía hoy, que cuando el artista se aparta de la naturaleza debe necesariamente sublimar los medios expresivos.

Cuando hube hecho algunos estudios en el orden del color buscando la luz del cuadro, planté de nuevo mi caballete en la Galería de los Oficios; fue algunos meses más tarde, y delante de otro Beato Angélico. Lo que yo quería esta vez no era hacer la copia del cuadro o de alguno de sus detalles, sino estudiar el color, sus relaciones y sus armonías a través de sus cantidades. Por ejemplo: el cuadro que tenía enfrente -tomado grosso modo como unidad 23- encerraba dos partes de azul celeste brillante (el del cielo), dos partes de negro (disperso), cuatro partes de blanco (distribuido en diversos puntos), ocho partes de grises azulados (los ropajes), tres partes de verde, dos de oro, uno de rojo y una de rosado.

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Tomaba el color en las proporciones ajustadas que me era posible y lo distribuía en mi cartón, empezando por centrar el azul; luego seguía disponiendo los otros colores según mi gusto, fraccionadas o no sus cantidades. Ese mismo estudio me servia en el taller para realizar otras armonías de dibujo, de composición y de color, respetando en todo caso las proporciones del último.

El resultado eran cuadros que hoy se llamarían abstractos. Con estos estudios afiné mucho el gusto y el sentido de la composición y, sobre todo, el de la coloración.

EMILIO PETTORUTI
“Un pintor ante el espejo”

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