26.9.12

la exposición en la galería wittcob

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A las diecisiete horas las puertas de las galerías Wittcob se abrieron para quien quisiera entrar. La multitud que aguardaba el momento irrumpió como una marea y en un segundo las salas se desbordaron, sobre todo el gran salón donde Pablo Rojas Paz, uno de mis buenos, valientes e inteligentes amigos “martinfierristas”, pronunciaría su anunciada conferencia. Felizmente las interrupciones fueron escasas y pudo ponerle fin. Más no obstante, la aparente discreción, no bien hubo terminado, estalló un coro tan alto de gritos y de protestas entre los presentes que aquello era un verdadero loquero.

La razón de esa furia desatada contra el arte que yo exponía no he podido explicármela hasta hoy, dado que, como todo el mundo se precipitó en tropel hacia el interior, los cuadros no fueron vistos por nadie.

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Piénsese que la educación plástica del público argentino se encontraba entonces en pañales, hecha a base de la pésima pintura que veía exhibir en las galerías de la calle Florida, pintura europea de exportación para América Latina que los comerciantes colocaban en el país, y no a bajos precios, y que era sin lugar a dudas lo peor que producía el siglo en España, Italia y Francia. En cuanto a la producción local, los artistas favorecidos por la crítica y los compradores eran, en primer termino, Fernando Fader y Cesáreo Bernaldo de Quirós, a los que seguían Pedro Zonza Briano, Antonio Alice, Américo Panozzi, Quinquela Martin, Gramajo Gutiérrez, Luis Cordiviola, Jorge Bermúdez, Rodolfo Franco y tal vez algunos otros.

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Pudo haberse vendido un tercer cuadro, Pensierosa, si los deseos de don Ernesto de la Cárcova se hubiesen cumplido; estaba en sus manos hacerlo como miembro de la Comisión Nacional de Bellas Artes, pero en lugar de elevar la propuesta directamente a la Comisión quiso, con su habitual cortesía, comunicar su propósito al entonces director del Museo Nacional de Bellas Artes, Dr. Cupertino del Campo, quien le respondió categóricamente que mientras él fuese director, “no entraría en el museo ni un centímetro cuadrado de pintura de Pettoruti”. Y lo cumplió.

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Evocaré, todavía, otra pequeña aventura; me acaeció con Roberto A. Ortelli, director de la revista Inicial, de orientación estético-filosófica, aparecida un año antes; allí publicó un artículo contra mí un tanto fuerte, el que le fue dictado evidentemente por su ignorancia de las artes plásticas, lo que le impedía concebirlas en sus formas nuevas, a menos que no lo fuese por animadversión hacia los “martinfierristas”. Una tarde que entraba en el Richmond, al aproximarse a la mesa en que estaban mis amigos, uno de ellos me hizo saber, señalándome otra mesa, que en ella se encontraba Ortelli, a quien nunca había visto, con sus camaradas. Seguí hacia el punto indicado. Ortelli se alzó en rápido impulso quedando petrificado en un actitud agresivo-defensiva; sus amigos se echaron hacia atrás en las sillas. Llegado hasta él, le alargué la diestra en signo de paz y le dije calmosamente: “Vea, no vengo a pelearlo, esas cosas no arreglan anda. Vengo a desasnarlo, si es que a usted le interesa saber algo sobre lo que desconoce”.

Yo tenia entonces excelente memoria y, como me ofrecieron asiento, comencé a desmoronar el articulo critico, párrafo por párrafo, haciéndole sentir, a pasar que al atacarme estaba frustrando la misión humanista y renovadora que se asignaban como programa. La concurrencia siguió muy atenta mi charla. Cuando hubo pasado una hora, dije que era tarde y que lo dejaríamos para otro día, lo que se hizo. Ortelli y yo fuimos muy buenos amigos y él se convirtió en adelante en uno de mis defensores.

EMILIO PETTORUTI
“Un pintor ante el espejo”

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