11.2.13

hay que matar a Maradona

Hace unos días, “La Nación” reprodujo en su sitio web el muy buen artículo de Hernán Casciari sobre el mejor gol de la historia de los Mundiales, el segundo gol de Maradona a Inglaterra, en México ’86. Incluimos el link de la nota y recomendamos leerla:

http://canchallena.lanacion.com.ar/1550280-106-el-mejor-relato-del-gol-de-todos-los-tiempos

La nota es muy original porque Casciari describe el futuro de todos los que participaron de la jugada, de todos los actores que asistieron a la obra genial del 10 argentino. Casciari juega con el eficaz recurso estilístico de condensar, en esos 10 segundos con 6 décimas, los años que vendrán para todos los participantes (árbitros, compañeros y rivales de Diego Maradona).

Pero la lectura de la nota (brillante) nos permite reflexionar sobre ciertos credos del fútbol argentino que, nos parece, son reflejos de nuestra sociedad. Éste es el motivo de este post, filosofía de café a partir de la muy buena nota de Casciari.

Hay dos ruidos que subyacen en la visión casciariana del mejor gol de la historia, dos ecos subterráneos que se han impuesto como dogma en nuestra sociedad, desde aquella tarde de 1986.

El primero es la creencia de la perfección, de la inexistencia del error. En el relato de Casciari hay tipos que no pudieron marcar a Maradona. Y quedan con el estigma de por vida. Ellos, sus hijos, quizás sus nietos. Un error en un campo de juego, una vergüenza que lo llevan de por vida. Sólo les queda sentarse a pensar en lo que no hicieron en esos diez segundos y chirolas por toda la eternidad. Porque les pasó la oportunidad y ya no hay nada que puedan hacer.

El problema de esta filosofía es que, básicamente, es falsa. Quique Wolf señaló que pudimos ver ese gol porque ningún inglés tiró el bracito para derrumbarlo en el área o fuera de ella, a Maradona. Es la manera que los ingleses sienten el fútbol. En nuestra filosofía de todo vale, seguramente le hubieran pegado un empujón mucho antes de ver el área. Es la crítica que se le hace por estos pagos a otro genio: “A Messi en España no lo marcan”. Nuestra viveza criolla nos priva de esos genios que filigran, en un campo de juego, la obra de arte. En el país de la destrucción, el vivo es Barrientos que lo lesiona a Gio Moreno y lo saca (en los hechos) del fútbol.

Esto es coherente con la misma creencia que estamos comentando, la de no permitirse los errores. El que hace se equivoca. Ninguno de los que no pararon a Maradona esa tarde pueden sentirse culpables de nada. Estuvieron ante la presencia de un genio y asistieron a un acto de genialidad. Así es el fútbol. Así es la vida. Cuando un tipo hace la maravilla que hizo Diego esa tarde, hay que aplaudir y sacar del medio. Es más, ni siquiera hay que avergonzarse de la chanza de los mediocres que jamás podrán soñar, no ya con jugar un Mundial, ni siquiera con entrar en un partido de Primera.

A genios como Maradona no hay marca en zona ni marca personal que puedan pararlos. Se trata de hacer lo mejor posible. Pero son tipos diferentes en un campo de juego. Y por eso ganan lo que ganan, porque el público paga una entrada para verlos.

En la descripción de Casciari, no se puede disimular esa costumbre argentina de buscar culpables. Buscar culpables con los hechos consumados. Porque es más fácil hablar después que todo pasó. Sobre todo, después de haber hecho un gol ilegal metido con la mano. Nobleza obliga, tampoco los ingleses hicieron mucha mención de ese gol para descalificar este otro genial. Aunque posiblemente quedaron eliminados por el gol ilegal. Porque todos los goles valen uno. Y el último (aunque merecía valer por dos o tres de los otros) valía tanto como el primero. Quien dice que con el marcador uno a uno, en una eventual eliminación por penales, no hubiera quedado Argentina fuera del Mundial que finalmente ganó.

Pero, eso es un juego. Cuando se termina, se espera una revancha y se vuelve a jugar. No hay villanos que tengan que esconderse por haberle pifiado a una pelota o quedar desairados por la gambeta del rival. El otro también juega y a veces es mejor. Y es justo reconocerlo.

Para la reciente costumbre argentina de vivir el fútbol como un drama, los defensores ingleses viven en un eterno purgatorio de oprobio por no ser mejores que su rival en esos diez segundos. Demasiado castigo. Demasiado pobreza conceptual la de nuestra sociedad, además, que pudo hacer goles como los que hizo Maradona en el estadio Azteca, sólo porque pensaba y vivía de otra manera. Menos mezquinamente, con mayor predisposición a la audacia y a la excelencia.

Los mediocres se cuidan mucho en no equivocarse. El mejor modo, es no hacer nada. No ser protagonistas. Quedarse a un costado. Léase, revolear la pelota lo más lejos posible. Los distintos intentan crear. Claro que pueden fallar. La gracia no está en no equivocarse. Si no en demostrar cómo se puede mejorar y salir airoso. El gol de Maradona a los ingleses es réplica de otro que intentó, en 1981, en Wembley, y lo coronó mal. Diego no pensó en pasar la pelota para no fallar (de nuevo) una apilada histórica. Afrontó, con audacia e instinto, la oportunidad para intentarlo de nuevo. Y le salió bien. El éxito no estaba en terminar la pelota en la red. El éxito (el verdadero éxito) es intentar ser distinto y asumir las consecuencias de ese hecho. En estos tiempos donde la sociedad argentina está cómoda en su poltrona de mediocridad satisfecha, lo de Maradona es un eco pérdido de épocas idas.

La segunda creencia que sobrevuela en el escrito de Casciari, es la que da título a este post. Y no es culpa de Maradona; es culpa de nosotros, lo que le seguimos a Maradona y no pudimos hacer nada mejor.

A veces creo que ese gol fue una maldición para el fútbol argentino. Que nos quedamos prendidos de la individualidad de ese gol y dejamos de ver lo excepcional del asunto. Coincidente con nuestra poca contracción al esfuerzo, ese gol calzaba justo con nuestros prejuicios, nuestra falta de vocación. Para ganar un Mundial necesitábamos sólo un iluminado. Una correspondencia perfecta a nuestro comportamiento en sociedad, pegando volantazos detrás de los caprichos de un Iluminado que pueda sacarnos de pobre por una fórmula oculta e ignorada por todos (menos por nosotros).

El gol de Maradona es todo lo que hoy no es el fútbol. No es trabajo en equipo, no es coordinación de grupo, no es razón, no es planificación, no es intelecto. Es visceral, intuitivo, imprevisible, inconsciente. Por eso es genial. Es como un acto artístico: algo impredecible, algo sujeto a un talento tan arbitrario como excepcional.

Prendados del fulgor de esa jugada, el fútbol argentino se quedó el siguiente cuarto de siglo, esperando otra jugada aleatoria, monumental, increíble, porque no vio otro camino para triunfar. Como en la sociedad, nos aferramos al zapallazo mágico, con desesperación y devoción religiosa. Por eso, en el único lugar del mundo donde se lo silbó a Messi, fue en su patria. Porque no se veía que no era que Messi jugara mal, sino que no lo rodeaba un equipo para explotar su potencial. Pero para un fútbol, una sociedad, habituada a la búsqueda del Salvador Excepcional, Messi no les daba la apilada antológica del gol de Maradona, no les daba el triunfo sin merecimiento, el éxito sin cumplir los pasos concurrentes del esfuerzo para alcanzarlo. Por eso merecía ser silbado.

Lo de Maradona es superlativo, pero único. Es un acto que excluye a todos los demás quienes sólo quedan de espectadores, aplaudiendo el acto de genialidad, sin intervenir. Es un acto irrepetible. No puedo practicar ni razonar lo hecho por Maradona esa tarde. No se puede reducir a los elementos básicos para ensayarlo, asimilarlo y repetirlo. Sólo se puede admirar. Y ése fue el problema de los últimos 25 años del fútbol argentino: esperar que sucedar, sin hacer nada para generarlo.

Ésa es la molestia que genera equipos como Barcelona o España en la intelligenzia del fútbol argentino. Se reduce al Barsa a una reunión de talentosos. Y, de ese modo, no hay manera de analizar el fenómeno y replicarlo. Intentó hacerlo Sergio Batista en la Selección y, rápidamente, sufrió el golpe de estado ante el primer tropezón. Porque el diagnóstico peca del mismo dogma maradoniano: son tipos excepcionales, sólo hay que juntarlos y por eso juegan como juegan; si no tenemos esos tipos, no podemos jugar igual. La táctica subyacente bajo el juego de Barcelona, diseñada por Pep Guardiola, replicada por del Bosque en el España campeón (nada menos que con la ausencia de la estrella principal, Leo Messi) es completamente ignorada por estos pagos. Se insiste en el equipo vertical, en la actitud ganadora, en el jugador que se autogenera la jugada, inventos que sólo se dicen en voz alta por estos lares. Y que han demostrado su completo y absoluto fracaso a nivel internacional.

Crecer significa matar a los padres. Matarlo simbólicamente, claro. Dejar sus enseñanzas, defender las propias convicciones y tomar su lugar. Cada generación mata, en estos términos simbólicos, a la anterior. Mata, claro, si quiere brillar. Mata, claro, si quiere dejar su huella en la historia.

Ya es tiempo que alguien en el fútbol argentino mate a Diego Armando Maradona. Que alguien dé un paso al frente y sepulte ese gol increíble y lo guarde en el cajón de los recuerdos. Es tiempo ya de no vivir esclavizados de ese momento de gloria, so pena de no generar ningún otro.

Es un buen momento para dejarlo atrás e inventarse un nuevo ícono, un nuevo símbolo tras el cual agruparse. Sospecho yo que están dados los tiempos para la aparición de ese héroe, un héroe distinto, un héroe colectivo, menos anárquico más colaborativo. Un héroe que explote con otros códigos y otro modo de ponerle su marca al fútbol. El tipo está, aunque no es un producto genuino del fútbol argentino, sino un derivado de la escuela catalana. Se llama Leo Messi y el futuro dirá si es el hombre apropiado para matar a Maradona y llevar los límites un poco más allá, a otra era del fútbol argentino.

(Gracias Matías!)

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