12.6.13

gay talese

adn cultura
Esta semana ADN, el suplemento cultural de “La Nación”, publicó un muy interesante reportaje a Gay Talese, periodista y escritor norteamericano, señalado por los críticos como uno de los padres del movimiento del Nuevo Periodismo. Más allá de los rótulos, con sus 81 años, Talese es un “escribidor”, uno de esos tipos que no puede dejar que una buena historia muera en el olvido. Del largo reportaje, seleccionamos estos fragmentos que nos llamaron especialmente la atención.

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El deporte (…)trata de gente que pierde, vuelve a perder y pierde una vez más. Se pierden encuentros; después se pierde el trabajo. Puede resultar muy intrigante.

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Chico de los mandados en la sede de The New York Times, en la calle 43. Mi trabajo consistía en llevar café y sándwiches a los redactores y en llevar mensajes de un despacho a otro. Es el trabajo más importante que he tenido jamás, porque me permitía ver los entresijos del diario sin que nadie reparara en mí. Era un edificio de 14 plantas que yo subía y bajaba sin cesar. Tenía acceso a todas las secciones: circulación, ventas, anuncios clasificados, el suplemento dominical, la revista de libros. La torre de marfil estaba en el último piso. Allí tenían sus suites los altos cargos y los propietarios, la familia Sulzberger. Conocí a todo el mundo: editores, redactores jefes, operarios, linotipistas, impresores, los conductores de los camiones de reparto. Fui testigo de rivalidades, de luchas por el poder, huelgas, piquetes, todos los cambios que experimentó el periódico a lo largo de una década.

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…la primera vez que puse un pie en la redacción, en 1953. Ante mí se abría el espacio gigantesco del tercer piso, más de 400 personas, hombres y mujeres, tecleando frenéticamente en sus máquinas de escribir, fumando sin parar, en medio de los timbrazos de docenas y docenas de teléfonos. Lo primero que pensé fue que aquel era el lugar con menos mentirosos por metro cuadrado de todo Nueva York. En Wall Street, en la Junta de Educación, en el Ayuntamiento, en la Iglesia hay mentirosos a patadas, pensé, pero aquí no. Dos años después, cuando se cumplió mi sueño de ser periodista, sentí que pasaba a engrosar las filas de una profesión noble cuya máxima aspiración es ser fiel a la verdad. No digo que siempre se consiga, pero ése es el ideal que da sentido a una institución como el Times. El periodismo es una profesión honorable, y no estoy de acuerdo con quienes nos pronostican un futuro tenebroso, porque no hay nada más importante que la verdad. ¿Y quién se ocupa de decirla? Los gobiernos no, ciertamente. El presidente miente; no éste, todos. Siempre encuentran excusas para hacerlo: la seguridad ciudadana, la defensa nacional; no podemos decir qué estamos haciendo. Resulta irónico ver a Obama compungido porque el Senado no ha aprobado una ley que limite el uso de armas, cuando al mismo tiempo se dedica a enviar drones que sueltan bombas que causan la muerte de niños en numerosas partes del planeta. Si los diarios no vigilan las acciones del gobierno, ¿quién lo va a hacer?

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Escribí una nota sobre los trabajadores que habían participado en la construcción del puente Verrazano, que une Brooklyn con Staten Island. (…) Publiqué The Bridge (El puente) en 1964, cuando todavía trabajaba para el Times. Tenía dos días libres a la semana y los dedicaba a recopilar material para el libro. Iba al lugar donde se estaban llevando a cabo los trabajos de construcción, muchas veces por la noche. Usted ha visto cómo es el búnker, como llamo a mi estudio. Ahí lo tengo todo archivado en cajas. Una tarde, sería el año 2002, me fijé en la etiqueta que dice “El puente” y me pregunté qué habría sido de los trabajadores que construyeron el Verrazano, con quienes me había entrevistado tantas veces. Abrí la caja, me puse a repasar las notas y decidí hacer algunas llamadas telefónicas. ¿Qué habían hecho una vez concluida la construcción? Resulta que a muchos los habían contratado para la construcción del World Trade Center. Estoy hablando de especialistas en la construcción de estructuras metálicas a grandes alturas. Pertenecen a un sindicato que se ocupa de su contratación en obras públicas de gran envergadura. ¿Y qué sintieron al ver que el resultado de su trabajo se había desvanecido en apenas unas horas cuando tuvieron lugar los atentados de septiembre de 2001? Su respuesta me desarmó. La destrucción no les había causado la menor sorpresa. ¿Pero cómo es posible?, les pregunté. ¿Qué quieren decir con eso? Sabíamos que aquello no valía para nada, no era una estructura sólida, las torres estaban hechas de aire, eran jaulas para pájaros. Nada que ver con la estructura formidable del Verrazano o de rascacielos como los de antes, el Empire State por ejemplo. Esas estructuras habrían aguantado el impacto de un avión, pero cuando erigimos las Torres Gemelas sabíamos que aquello era muy distinto. No se trata sólo de que el arquitecto no fuera muy bueno, sino de la filosofía sobre la que se sustentaba la idea del World Trade Center. Lo único que querían hacer los promotores era maximizar el espacio, rentabilizándolo a fin de obtener el mayor margen de beneficio, alquilando la mayor cantidad de superficie posible. Así que cuando los aviones se estrellaron contra las torres y las atravesaron de lado a lado, antes de ponerse el sol se habían derrumbado, convertidas en columnas de ceniza y humo.

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Me gustan las frases largas, melodiosas, de estructura compleja, con elementos subordinados, como las que escribían Scott Fitzgerald o John Fowles, un gran escritor, hoy olvidado. Mi modelo son los grandes maestros de la frase larga.

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Creo que es legítimo escribir notas con las armas propias del contador de historias. Yo aspiro a ser un buen contador de historias, con un matiz importante, y es que no me aparto de los hechos y sólo utilizo nombres reales. Hay grandes novelistas que han sido magníficos periodistas, como Graham Greene, John O'Hara o Hemingway. Yo escribo notas, y una nota no es ficción. Hay que poner mucho cuidado en no imaginar absolutamente nada. Que imagine el novelista. El escritor de no ficción tiene que trabajar el interior del personaje, su entorno, la atmósfera en que existe. Todo eso le da a la crónica un aire de ficción, pero hay diferencias y matices. En una buena nota, los hechos se tienen que subordinar al personaje, no al revés.

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Estoy haciendo un perfil para The New Yorker que cuenta la historia de un voyeur. En 1980, poco después de la publicación de La mujer de tu prójimo, mi libro sobre las costumbres sexuales de los americanos, recibí una carta anónima, remitida desde un apartado de correos de Denver, Colorado. Lástima no haberlo conocido antes, decía, le habría contado algo de interés para su libro. Si alguna vez pasa por Denver, póngase en contacto conmigo. Todavía estaba haciendo la promoción del libro y le dije que podía hacer escala en la ciudad camino de California. Nos citamos en el aeropuerto. Si dispone de unas horas, me gustaría que viera algo. Decidí tomar otro vuelo y me subí a su auto. Durante el camino me explicó que era millonario y que tenía muchos bienes raíces en Denver. Llegamos a un hotel de su propiedad, donde me presentó a su mujer y me explicó que había 21 habitaciones, de las cuales 12 tenían un techo falso. Puedo ver y oír todo lo que hacen y dicen los clientes, dijo. Santo cielo, ¿y si se dan cuenta? No es posible, venga conmigo, quiero que lo vea por sí mismo. Me dijo que llevaba 15 años haciendo aquello. Tomaba notas de todo lo que veía y las conservaba en un archivo que puso a mi disposición. La única condición es que no podía decir su nombre, porque lo llevarían a los tribunales. Le dije que se lo agradecía, pero no podía hacer nada, porque en mis historias tenían que figurar los nombres reales de los personajes. A lo largo de los años, nunca hemos perdido el contacto. Nos escribíamos, hablábamos por teléfono. Su mujer falleció, se volvió a casar, y su segunda mujer se involucró aún más en la cuestión del voyeurismo, hasta el punto de que cuando llegaban nuevos clientes decidían en qué habitación alojarlos, como si fuera un casting. Por fin, el año pasado le dije: “Usted tiene 79 años y yo 80. No nos queda mucho tiempo. Si no me da permiso para utilizar su nombre, esta historia jamás saldrá”. Se mostró de acuerdo y me autoriza a revelar su nombre cuando el artículo esté listo.

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…el escritor comparte el destino del atleta: a veces se gana, pero también muchas veces se pierde. Lo importante es no amilanarse nunca.

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En mi opinión, una buena historia nunca muere.

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David Halberstam [premio Pulitzer de periodismo en 1964] (…) tuvo mucho éxito en vida, pero lo que le envidio es el éxito que tuvo en la muerte. Murió en 2007 en un accidente automovilístico, en California, cuando se dirigía a hacer una entrevista. Ojalá yo tenga una muerte así. No quisiera acabar mis días tirado en la cama de un hospital o en una silla de ruedas o con alzhéimer. Si supiera que me espera una muerte así, me volaría la tapa de los sesos.

Reportaje de EDUARDO LAGO a GAY TALESE
“Una lección de periodismo”
(adn, 07.06.13)

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