12.3.14

volver a las estrellas

ñ

La semana pasada, “Ñ” publicó un muy interesante reportaje al astrofísico y divulgador norteamericano Neil deGrasse Tyson que tendrá a cargo la nueva remake de “Cosmos”, la serie educativa que popularizó Carl Sagan a fines de los ’70. Vale la pena leer el reportaje, del que extrajimos los siguientes párrafos.

Esa es una de las razones por la que Cosmos vuelve. Queremos cambiar cómo mucha gente piensa sobre la ciencia. Sobre su rol, como un elemento fundamental en nuestras sociedades modernas. Mostrar por qué la ciencia importa. Y transmitir algunas de las grandes preguntas: de dónde venimos, dónde estamos, adónde vamos. Una vía de hacerlo es a través del asombro, una de las más altas emociones de nuestra especie que aúna a la ciencia con el arte y la religión. Conocer nuestro lugar en el universo tiene profundos alcances emocionales, filosóficos y espirituales. En cada cultura a lo largo del tiempo, siempre ha habido alguien que se preguntó por nuestro lugar en el universo. Es algo muy profundo, inherente a lo que significa ser humano.

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Antes de Carl (Sagan), la ciencia y la televisión no se llevaban bien. Hasta que llegó con su oda poética y nos voló la cabeza. Aunque mi verdadero ídolo científico es Newton. Leí prácticamente todo lo que escribió. Estaba conectado al universo como ninguna otra persona, antes o después de él.

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Nos olvidamos de aspirar a más. La novedad pasó a ser más de lo mismo. Si no continuamos avanzando en la frontera a nadie le va a importar más. En los sesentas, vivimos en una cultura de la innovación. Cada semana, cada mes, un nuevo avance espacial aparecía en las noticias. Por entonces, todo el mundo soñaba con el mañana. Era algo que importaba. Este clima de época impulsó el nacimiento de series como La dimensión desconocida o Viaje a las estrellas. Lo olvidamos pero nuestra presencia en el espacio afecta no sólo a los ingenieros y matemáticos. Afecta a la creatividad de aquello que llamamos cultura. La famosa fotografía de la NASA “Earthrise” o “Salida de la Tierra” tomada por la tripulación de la Apolo 8 en 1968 tuvo un impacto enorme. Fuimos a la Luna y descubrimos a la Tierra: un planeta sin separaciones geográficas, sin países coloreados. La Tierra como un todo. Su impacto en la cultura fue inmediato. El mundo reaccionó ante esta nueva perspectiva y lo que significaba estar vivo en este planeta que todos compartimos. El universo incide y opera en nuestra cultura y no se le puede poner un precio. Vemos sus efectos en el arte, en el cine, en producciones televisivas. Por entonces, no necesitabas buenos programas para convencer a la gente que la ciencia era buena y necesaria para nuestra identidad. Cruzábamos la frontera de la ciencia todas las semanas. Estaba en nuestra mente, en nuestra cultura, en nuestro Zeitgeist. Hasta que llegaron los setenta, el programa espacial se desinfló y nos despedimos de la Luna.

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Cuando me preguntan “¿por qué gastar tanta plata para ir al espacio teniendo acá en la Tierra tantos problemas?”, me imagino a un individuo hace 20 mil años preguntándose a sí mismo: “¿Por qué subir a esa montaña, por qué cruzar el valle si estoy tan cómodo y seguro acá en mi cueva?”. O, “¿por qué salir de Africa y conocer el resto del mundo?”. Las personas que restringen y critican la exploración son las personas que están condenando a la especie humana a la extinción. Olvidan que el espacio es también un motor de la innovación. Y de la economía. Financiar la exploración espacial conduce directamente al crecimiento económico, impulsa la creación de empleos. Muchas veces les digo a los empresarios: “Inviertan en la actividad espacial no porque el espacio es lindo sino para hacerse ricos”. No es una actividad lujosa que sólo pueden darse el lujo aquellos países que tienen el dinero. Mejora la economía de tu nación. En el pasado, tres motivaciones condujeron a las sociedades a emprender proyectos ambiciosos y especulativos: la celebración de un poder divino o real, la guerra o la búsqueda de riquezas. La construcción de las pirámides de Egipto, del ejército de terracota en China y del Taj Mahal en la India son ejemplos de lo primero. El miedo a una invasión impulsó la edificación de la Gran Muralla China y la guerra justificó el Proyecto Manhattan. La sed de riqueza de la corona española financió los viajes de Magallanes y de Colón al Nuevo Mundo y la Guerra fría y lo que yo llamo el “momento Sputnik” encendió el Programa Apolo. Fuerzas geopolíticas y económicas deberían impulsar también nuestra expansión por el espacio. Si se duplicara el presupuesto de la NASA y se emprendieran misiones ambiciosas, épicas, los resultados se desparramarían por la economía, la sociedad y la cultura.

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Algunos de los átomos de agua que tomamos atravesaron los riñones de Sócrates, de Juana de Arco o Genghis Khan. El aire que respiramos pasó por los pulmones de Napoleón o Beethoven. Hay más estrellas en el universo que partículas de arena en cualquier playa, más estrellas que la cantidad de segundos que pasaron desde que se formó la Tierra. La luz tarda mucho tiempo en llegar a los observatorios terrestres desde las profundidades del espacio; por ende, los objetos y fenómenos que vemos no están más allí. El universo, así, actúa como una gigantesca máquina del tiempo. Cuanto más lejos vemos, más nos adentramos en su pasado. Nuestro universo entero emergió de un punto más pequeño que un átomo y como especie somos recién llegados en una historia que tiene más de 13 mil millones de años. La perspectiva cósmica abre nuestras mentes a ideas extraordinarias. Nos muestra a la Tierra como un punto en el espacio, por el momento el único hogar que tenemos. Muchas personas dicen que saber esto las hace sentirse pequeñas en un universo inmenso. Sin embargo, saberlo nos conecta con el cosmos, nos hace sentir que formamos parte de algo más importante que nosotros mismos.

Reportaje de FEDERICO KUKSO a NEIL DEGRASSE TYSON
“Ticket directo a las supernovas”
(ñ, 06.03.14)

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