29.9.14

cartas de Alejandra

la nación

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Aquellos que tuvimos el privilegio de conversar con Alejandra Pizarnik recordamos esa pradera de luces e incertidumbres que se abría cuando con su voz titubeante, avanzando entre tinieblas luminosas, proponía juegos, citas, adivinaciones, ráfagas de abismo. El epistolario de Alejandra Pizarnik, en esta tercera edición de Alfaguara -la primera fue en 1998, Seix Barral y la segunda en 2013, México, Posdata- permite reabrir una vez más la puerta y adentrarse en la atmósfera encantadora, pero a veces también escalofriante, de las conversaciones con Alejandra.

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No te envío poemas porque están en laboratorio. Estoy en un gran proceso de síntesis. Muy pronto te enviaré algo, unos pocos pájaros de fuego, una breve palmada en el hombro tieso de la señora muerte. (Carta a Rubén Vela, 1957).

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la poesía tiene que ser el lugar del encuentro. Un espacio donde encontrarse con lo ausente, con el ausente, con lo que no está. Lugar de la obsesión. De allí que todo poema inauténtico significa falta de obsesión o de necesidad de ese encuentro. Dije lo ausente. Por ello entiendo el deseo, el lugar vacío o la herida que nos dejó alguien (Dios?) yéndose para sólo dejar sed de su presencia imposible.

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Notable es la prolijidad clásica del formato de las cartas de Alejandra -líneas muy regulares realizadas con su letra infantil y aplicada, que Enrique Molina describía como el hilo tenue que conduce fuera del laberinto- o bien las misivas tecleadas a máquina, donde exhibe una rara perfección. Aquí resulta curioso el contraste entre la forma y el contenido a veces inesperado, calcinante o perturbador, que en ocasiones encierran en estas cartas. Mientras que el diario -sobre todo en las últimas etapas- es desolador y avanzamos por sus páginas con terror, casi por obligación, con un sentimiento lúgubre que invita a compadecerla o incluso a menoscabarla contra nosotros mismos, en sus cartas se respira en ocasiones un aire alto y refrescante, pero con esa frescura que viene del abismo y nos conforta.

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Osías (Stutman), amigo mío, tuve que haberme muerto en diciembre, cuando terminé de escribir esas prosas de humor, las corrosivas que ya te mencioné. Ahora solo me la paso pensando qué mala suerte tuvo Hölderlin al vivir 40 años después de su erosión y corrosión. Y qué suerte morir joven.

Pero hay también lugar para la gratitud y la celebración, como en esta carta dirigida a Mujica Lainez:

Manucho hermoso, Manucho querido (y tan admirado!) de repente en una breve, luminosa carta, aludís a mis "difíciles" poemas con una exactitud que ni los más grandes poetas o críticos lograron. Y todo de un modo dulce y refinadísimo, como un pequeño príncipe danzando o como un niño genial y autómata de un museo francés que escribe genialmente distraído. Gracias, gracias.

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Ciertos textos de humor obsceno aparecen en la Correspondencia, en particular en las muy significativas cartas a Stutman -pero debo decir que no regreso a ellos con predilección: me resultan aún más ominosos que aquellos donde Alejandra invoca líricamente a la muerte. Hay una suerte de desenfreno de espiral negra en estos textos, que producían una irreprimible angustia en los que la rodeábamos- Olga Orozco decía experimentar algo parecido al respecto. Era como si asistiéramos a un paseo por la cornisa del abismo, a una suerte de desfonde deliberado en donde nadie podía detener lo inevitable. En otras palabras, más que textos, estos escritos me parecían o me resultaban síntomas, y nunca he podido distanciarme suficientemente de ellos como para considerarlos de otra manera, lo cual, naturalmente, desvirtúa la interpretación literaria, como la que ofrecen en este punto los escritos críticos de María Negroni o Cristina Piña. Para acercarse acertadamente a estos textos, con todo, entiendo que se precisa recordar en primer lugar lo que dice Alejandra: “La obscenidad no existe; existe la herida”. Así le escribe a la filósofa tucumana Eugenia Valentié, en una de las cartas incorporadas a esta nueva edición:

Solamente vos, en este país inadjetivable, comprobás con notable facilidad y prodigiosa rapidez, que el personaje -esa Érzebet increíblemente siniestra- no es una sádica más sino alguien que pertenece a lo sacro: eso a lo que intentamos aludir en las palabras del sueño, las de la infancia, las de la muerte, las de la noche de los cuerpos. Solamente vos comprendiste (atendiste a) mi última frase: “la libertad absoluta es terrible” que tanto escandalizó a los izquierdistas de salón que, para fortuna de ellos, nada saben de la falta absoluta de límites, sinónimo de locura, de muerte (y de la poesía, de la mística?) Nadie odia más que yo a la Bathory.

la nación


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Y aquí aparece una veta acaso lamentable en la atención despertada por Pizarnik: la excesiva concentración en su suicidio -ocurrido en 1972, cuando tenía 36 años - y a la vez la ignorancia de su tenacidad y valentía hasta el final. Pizarnik fue muy tenaz en su vocación y valiente en su sufrimiento; se interrogó hasta el final y hasta las más extremas consecuencias acerca del sentido de su escritura, de lo que su compromiso con la poesía significaba, sin renunciar a la más intensa soledad: “Ayúdame a no pedir ayuda”. Y si es verdad que en ella el enigma de la tragedia es permanente, patente y central, también son centrales el humor, la infancia, la reflexión sobre la música, la pintura y el silencio, la mirada crítica sobre la tradición literaria: estas dos son las pautas obligatorias cuando nos aproximamos a ella.

No se trata sólo de una poeta de la muerte, sino también una escritora extraordinariamente lúcida, con una visión crítica sumamente rica y compleja. Es raro en nuestros tiempos encontrar una conciencia como la suya, tan persuadida del contacto de la belleza con lo tenebroso, no como una moda literaria sino como una propiedad de la vida misma. Su no pertenencia al mundo no era un gesto, sino una convicción física y metafísica inapelable. Lo muestra este fragmento de su diario que me transmitió en una de sus cartas: “La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Por hacer de mí un personaje literario en la vida real fracaso en mi intento de hacer literatura con mi vida real pues esta no existe: es literatura”.

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…como por ejemplo en esta carta no enviada a Jean Staborinski:

Sí, usted lo dice perfectamente: “mis terribles experiencias deben ser recubiertas por los signos de la poesía [?]”. Sí, hay que recubrir con poemas las desgarraduras, las fisuras, los agujeros todo lo que alude a la presencia de la ausencia (o del ausente). Creo también y sobre todo en la corrección de los escritos. “Curar” un poema significa curar esa desgarradura [?].

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En verdad, Alejandra Pizarnik encontró ese lugar en el que los lenguajes tiemblan, un lugar que muy pocos poetas pueden alcanzar. Como Kafka y como Vallejo, ella escribe con los huesos, razón por la cual no envejece nunca, porque más allá del sufrimiento, está escribiendo desde lo esencial con lo esencial. Y muchas de estas cartas encierran pasajes donde vibra ese verbo aterido y aterrado que es la voz inconfundible de Pizarnik, sólo que en lugar de estar encerradas en un poema, la reflexión, la imploración que se niega a implorar están ahora dirigidas a destinatarios concretos que serán luego testigos, y se matizan o iluminan con inflexiones personales únicas e insustituibles en cada caso. Por eso son imprescindibles señales de su paso memorable por nuestro mundo, como un cometa que iluminara el fin de una época maravillosa y rebelde que ella ha encarnado y seguirá encarnando hasta la eternidad.

IVONNE BORDELOIS
“Alejandra Pizarnik: la sonrisa desde el precipicio”
(la nación, 26.09.14)


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