5.1.15

del asado a la parrillada

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… contrariamente a lo que se cree, no fue Pedro de Mendoza quien introdujo las vacas en la zona pampeana, sino, primeramente, Juan Nuñez del Prado, que hacia 1550 trajo algunas junto con ovejas desde Potosí hasta la zona en que después se emplazó San Miguel de Tucumán. Después, Francisco de Aguirre y su hueste cruzaron la Cordillera con vacunos chilenos. Pero, al parecer, la gran difusión de los bovinos deriva de las siete vacas y el toro llevados al Paraguay desde Brasil en 1556 por los hermanos Goes. Al menos así lo informa nuestro protohistoriador Ruy Díaz de Guzmán, en La Argentina manuscrita (1962): “En este mismo tiempo -cuenta- llegaron por el río Paraná abajo cierta gente de la que estaba en el Brasil y con ella, el Capitán Salazar, y Ruy Díaz de Melgarejo, marido de Doña Elvira de Contreras, y otros hidalgos portugueses y españoles como Scipión de Goes y Vicente Goes, hijos de un caballero de aquel reino llamado Luis Goes: éstos fueron los primeros que trajeron vacas a esta provincia, haciéndolas caminar muchas leguas y después por el río en balsas; eran siete vacas y un toro a cargo de un fulano Gaete, que llegó con ellas a Asunción con grande trabajo y dificultad sólo por el interés de una vaca, que le señaló por salario, de donde quedó en aquella tierra un proverbio que dice: son más caras que las vacas de Gaete”.

Las vacas se multiplicaron de modo asombroso, circunstacia a todas luces determinante de los ulteriores hábitos alimentarios aquí predominantes. Pero para llegar a ellos fue necesario salvar varias etapas; en un comienzo, por ejemplo, el ganado se había vuelto cimarrón y, para hacerse de la carne y del cuero, había que cazarlo, tarea nada sencilla, además de peligrosa.

La efectuaban tanto indios como gauchos utlizando el “dejarratadero”, herramienta consistente en una medialuna filosa de metal sujeta a una caña, con la que se enganchaba al galope una de las patas traseras del animal cortándole el jarrete o tendón. Pero la herramienta es una, una la víctima y uno el victimario, como es obvio incapaz de comérsela toda. Cuando el animal estaba tirado e inmovilizado, el jinete se apeaba, lo degollaba y quitaba el cuero y la lengua. El resto era para los bichos carroñeros.

Pero la gente fue cada vez más y a la sola lengua no alcanzó; se supo, entonces, que también la carne de ese animal muerto podía ser un alimento provechoso. Se la aceptó, pues pero no al triperío, que seguía abandonándose. Estas vísceras solian ser para los perros y estaban incluidas en el signifcado del vocablo “achura”, término de origen quechua (achuray) que quier edecir “repartir” y, asimismo, “despojo”, lo que no sirve; durante la época colonial y el siglo XIX esa partes o sobras, vistas como símbolo de pobreza, eran despreciadas y sólo los que caracían de comida se llegaban hasta los mataderos para mendigarlas.

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..., no fue sino hasta bien entrado el siglo pasado que las achuras se ganaron un lugar en las mesas argentinas, innovación debida a los inmigrantes italianos y españoles, acostumbrados ya en sus países a aprovechar las menudencias. El gusto se generalizó y, a poco, la noción misma de asado pasó a abarcar, también, los chinchulines, las mollejas, los riñones, junto con los chorizos y morcillas y, aunque pocas veces, la tripa gorda rellena con carne para chorizo, junto a aderezos diversos y picantes.

Una delicia, sin duda, pero ya no era auténtico y traidicional asado, sino la parrillada

SILVIA LONG-OHNI
“Cuando no era lo mismo el asado que la parrillada”
(la nación, 03.01.15)

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