29.5.16

resfrío (VII)

Fui ahí que ese hombre me contó la historia de su hermano Ernesto, un hombre joven y sano, que supo ponerse de novio con una mujer. Telma. “Pero entonces se hacía llamar Agatha” aseguró. La historia fue la misma: un flechazo desde el primer momento, un noviazgo breve, un casamiento rápido. Telma (Agatha) fue apartando, metódicamente y con delicadeza, a toda la familia del lado de Ernesto. Y, como en el caso de Juan Carlos, paulatinamente fue minando la salud del joven, deteriorándose día a día.

“Ernesto empeoraba proporcionalmente a lo que rejuvenecía Agatha” subrayó.

Agotaron médicos, en vano. Primero por la oposición de Agatha y la falta de colaboración del propio Ernesto. Luego, porque los profesionales estaban desorientados por el resquebrajamiento de una salud a lo que no le encontraban explicación.

“Ernesto murió al año, año y medio. Y Agatha desapareció de nuestra vista. No la volvimos a ver. Hasta hoy, claro”.

Recordé que cuando había llegado a la oficina, se comentaba su condición de viuda. Seguramente, ese hombre era Ernesto.

“No entiende” me dijo el hombre, serio, mirándome de frente “Mi hermano murió hace más de cuarenta años”.

“No puede ser” musité. “Entonces... no puede ser ella”.

“Lo es. Por eso me acerqué a hablarle. Está igual que hace cuarenta años... y sigue haciendo lo mismo, por lo que veo”.

Entonces fue cuando el hombre se explayó, advirtiendo que sabía que corría el riesgo de que lo tildara de loco: “Pero usted ya vio lo que ella es capaz de hacer. No me crea, vea los hechos”.

En principio, creyó que Ernesto había muerto envenenado, posiblemente para que Agatha (Telma) pudiera quedarse con la fortuna de su familia. Pero ella desapareció sin reclamar la parte de la fortuna familiar que le correspondía por ser la esposa.

“Entonces me puse a pensar. ¿Qué es lo más valioso que tenía mi hermano? No eran los campos, ni la casa. Era su juventud. Lo que esa mujer quería era su juventud”.

El hombre contó su teoría. De alguna manera, Telma era una especie de araña que rodeaba con su tela a un desafortunado, lo atraía y una vez atrapado, le drenaba toda la vitalidad de la víctima, vitalidad que era transferida a ella misma, para seguir viviendo, para mantenerse joven, tantos años después.

“No sé cómo lo hace. No sé desde cuándo lo está haciendo. Pero es la única explicación posible”.

Y es tan descabellada, tan absurda esa posibilidad, que tiene asegurada la impunidad. Nadie sería de capaz de analizarlo seriamente.

“Yo mismo me estoy exponiendo a que me tome de loco. Es más, no sé si usted lo está pensando ahora. Pero tengo que decirlo, porque usted y yo fuimos testigos, testigos de su accionar. Y sabemos lo que ella hace, aunque no seamos capaces de probarlo... ni de explicarlo”.

Me quedé en silencio, pensando lo que el extraño estaba diciendo. Paradójicamente, no me parecía para nada irracional lo que estaba planteando. La explicación tenía para mí un sentido que no debería tenerlo en ese momento.

Le conté entonces lo que no le había contado a nadie: mi enamoramiento de Telma y de cómo estuve a punto de besarla, de no haber sido por un estornudo que rompió el momento.

“Ese estornudo le salvó la vida” sentenció el hombre “Hoy podría haber estado en el lugar de su amigo”.

El hombre especuló con su teoría: Telma tenía una propiedad especial para seducir a sus víctimas, para atraparlas entre sus garras y drenarle, de a poco la energía. Tenía que ser alguna propiedad natural, una característica que ella tendría. Y que esa habilidad generaba una atracción imposible de resistir, como esas serpientes que encantan a su presa, antes de arrojarse sobre ellas y devorarlas.

“Usted cayó presa de esa atracción y estuvo a un paso de sucumbir. Pero se enfermó. Ese resfrío anuló la capacidad de atracción que tenía sobre usted. Tiene que ser algo químico, algo que se desbalanceó cuando usted cayó enfermo y tuvo fiebre. Esa enfermedad lo salvó. Le dio inmunidad contra ella”.

Algo se me ocurrió en el momento, una idea que tuve que expresar en voz alta.

Quizá la elección de una víctima y el despliegue de ese efecto seductor fuera un proceso complejo que requiriera un gran esfuerzo de parte de Telma. Tal vez comprometiendo parte de su energía de un modo dramático. Telma venía de estar sola durante largo tiempo y necesitaba recargar energía. Si mi resfrío le había cambiado los planes, posiblemente, ya no tuviera tanta fuerza para repetir el proceso. Por eso, me dije, Telma tuvo que cambiar de candidato en tan breve tiempo. No podía esperarme. Necesitaba otra víctima lo antes posible, a riesgo de perecer. Y en una semana, Juan Carlos fue el elegido.

El hombre asintió y se puso de pie, extendiéndome la mano para despedirse.

“Su amigo va a morir y nada de lo que podamos hacer va a cambiar eso. Él ya estaba condenado desde que la besó. Como lo estuvo mi hermano” me dijo. “Yo me voy a ir, no nos vamos a volver a ver, y cuando repase esta charla, usted dirá que estoy loco y que todo esto no es más que una teoría de un excéntrico. Pero va a llegar el día que sabrá que lo que dijimos aquí es rigurosamente cierto. Aunque no sepamos cómo explicarlo”.

Antes de despedirnos, supo decir: “Váyase a saber cuántos más como ella están ahí afuera, haciendo lo mismo”.

Volví a Pergamino al día siguiente.

Me enteré de la muerte de Juan Carlos varios meses después de habérmelo econtrado en la calle. Telma se perdió y nadie más supo de ella.

Yo me dediqué a vivir. Armé mi empresa, Estela tuvo a Clarita y tres años después nació Mariano. Dejamos Pergamino, nos radicamos de nuevo en Buenos Aires. Mis hijos estudiaron: todos son profesionales, todos se radicaron fuera del país. Tuve una vida plena, con los altibajos lógicos de toda existencia, pero de la que debo estar satisfecho.

Perdí a Estela por un ataque cardíaco. La extraño. Debo agradecerle a ella que me amó sin condiciones, con esa serena paz de la que era capaz. Uno de mis grandes aciertos fue haberle pedido casamiento. Pero no dejo de estar tristemente arrepentido por no haber podido responderle con el mismo grado de amor incondicional que ella me tuvo. Ésa es una culpa que me carcome el alma, aún ahora, cuando estoy cerca del final.

De la charla que tuve con aquel extraño en ese bar del barrio de Belgrano, traté de olvidarla. La aparté de mi mente durante muchos años. Como él dijo, hubo un momento que llegué a la conclusión de que era una especulación absurda, una leyenda, un sinsentido. Y quise desestimarla aunque la supiera cierta.

Hasta esta mañana, que ha llegado un nuevo pensionado a la residencia geriátrica donde vivo desde hace un año. Un hombre relativamente joven, pues bordea los sesenta años, pero tan deteriorado que no se mueve de la silla de ruedas a la que llegó a la casa. Un hombre que vino acompañado de una mujer joven, piel blanca, cabellos negros, ojos verdes con una estría dorada que cruzaba al borde de cada iris.

Me miró antes de irse, antes de dejar a su víctima, antes de salir en busca de su próxima presa.

Los años no le habían pasado. Al contrario. Estaba más joven que cuando la conocí, sesenta años atrás.

Cuando se fue, supe que no me quedaba mucho tiempo.

Pero esta historia debía ser contada. Y alguien debía escucharla para ser testigo de la verdad.

Tomé papel y lápiz y escribí lo que yo sé de Telma y de Juan Carlos. Y espero que este relato llegue a alguien para que lo difunda y se sepa que ahí afuera, personas como Telma acechan, tienden su red disfrazada de amor y esperan. Esperan que algún incauto caiga en la trampa.

Algunos creerán que este relato es la visión febril de un viejo; otros, un mero ejercicio de ficción. Pero sé que habrá alguno que tomará conciencia y que podrá prevenirse y prevenir a otros para que no sean la próxima víctima.

Por ellos escribo esto que sé.

Andres Barrientos. Buenos Aires, 23 de octubre de 2013.

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