13.7.16

la Ed Wood de la lírica

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FLORENCE
data: http://www.imdb.com/title/tt4136084

Uno de los momentos que recuerdo con más simpatía de la “Ed Wood” de Tim Burton (http://www.imdb.com/title/tt0109707), era la expresión del protagonista diciendo: “Corte. ¡Perfecta! Impriman” cuando terminaba de filmar una escena en la que los decorados se movían, los actores sobreactuaban, las luces daban sombras sobre las caras y el guión chorreaba con un fuerte olor a rancio. El tipo ponía tanto entusiasmo en su incapacidad para hacer cine que uno no podía más que envidiarle ese optimismo hacia su obra, esa inocencia despojada del cinismo de la excelencia. Ese recuerdo emergió con la visión de “Florence”, la muy buena película de Stephen Frears que nos cuenta la verdadera historia de Florence Foster Jenkins, la que hizo lo mismo que Ed Wood pero en el campo de la lírica, hasta ganarse el lugar de ser la peor cantante de la historia.

Florence Foster Jenkins era una rica heredera divorciada que apoyó la vida cultural de Filadelfia y Nueva York en los albores del siglo XX. Sostén económico de las veladas musicales, Florence no se conformaba con ser mecenas de las grandes voces de la lírica: ella subía al escenario y pegaba unos alaridos descompasados, con unos vestidos ridículos hechos por ella misma. Y, contra lo que pudiéramos pronosticar, llenaba salones para escucharla cantar mal y reírse de ella. Florence seguía adelante, se comparaba con las mejores voces del momento, descartaba las críticas y los gritos como la reacción de los envidiosos y hasta se dio el gusto de cantar (y llenar) el Carnegie Hall.

Stephen Frears toma la historia de Florence y la desenrolla con mucho amor por sus personajes. El guión de Nicholas Martin trata de personajes que hacen el ridículo, pero Martin fue lo suficientemente astuto para no ridiculizarlos. Amamos los intentos de Florence, admiramos su valentía, danzando sobre la cuerda floja delante de un público feroz, como todo artista. Que era un desastre, no se puede negar. Pero su corazón, su empeño, tenían la veracidad, la fe poética, del artista pleno.

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En ritmo de comedia, Frears pinta sus brochazos de carcajadas con algunos toques de melancolía, algunos delicados tonos de tristeza. Florence adquiere otra dimensión cuando vemos los secretos ocultos de la dama de sociedad, cuando asistimos a la intimidad, en brazos de su marido, para llegar desfalleciente a la cama.

Para templar las sutilezas de la historia, para reírnos y llorar junto a los claroscuros de los protagonistas, era básico contar con notables intérpretes. Y Frears se apoya en la descomunal Meryl Streep (¿vale aclarar que en otro papel antológico?) y en, posiblemente, la mejor actuación que le hayamos visto a Hugh Grant, como St Clair Bayfield, marido y organizador de las actuaciones de Florence. Es una delicia, una auténtica delicia, ver las escenas de cada uno y cómo se potencian cuando comparten pantalla, sobre todo en esos delicados momentos que nos asomamos a la astillada vida íntima de un matrimonio que se ama de tal manera que uno de ellos no duda de exponerse al ridículo público para satisfacer el gusto del otro.

Se desvanecen los títulos finales de “Florence” y nos preguntamos cuán consciente era la auténtica Florence Foster Jenkins sobre su incapacidad para el canto, si había en ella una dosis alta de chantada o si vivía en su nube, en el aislado palacio del autoelogio. Stephen Frears sabe subrayar un punto intermedio: construir una ficción donde ser feliz, un mundo alternativo donde dejar de lado las onerosas facturas que suele pasar la vida. En algún momento del filme, un médico le pregunta a St Clair como pudo Florence sobrevivir tantos años con una enfermedad de base mortal para la época: “Música. Vive para la música”.

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Ésa es la clave de la historia, ése es el motor que mantiene viva a Florence. Aceptar su mediocridad era aceptar su muerte. Y tener el valor de aspirar a las alturas aunque uno sepa que se no cuenta con las alas robustas para tal proeza, no deja de ser un hecho artístico en sí mismo.

Salimos del cine agregando una reflexión: cuántos de nosotros, los cancheros que silbamos y nos reímos desde la comodidad de una butaca, hubiéramos tenido el valor de subir a un escenario a tender el corazón palpitante a un público sediento de sangre.

Imperdible. Una película para disfrutar.

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