5.9.16

la vida por una medalla

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Como en Atenas (1896) no había piletas apropiadas para las pruebas de natación, los organizadores de los Juegos determinaron que las tres carreras; 100, 400 y 1.200 metros libres; se realizaran en mar abierto en la bahía de Zea, pegada al puerto de Atenas, El Pireo. Esta decisión, claro, planteaba una cuestión que excedía las más prolijas previsiones: Nadie podía asegurar que el día fijado para las competencias, las aguas del Egeo estuvieran tranquilas. Y, precisamente como diría la máxima de Edward Murphy, si algo puede salir mal, saldrá peor. La mañana del domingo 12 de abril, el mar despertó muy revuelto, con altas olas, y el agua, helada. A pesar de las condiciones adversas, los organizadores decidieron seguir adelante, y para la primera carrera seis gallardos participantes fueron llevados en bote hasta una plataforma desde la que se zambulleron y lucharon a brazo partido contra el oleaje para retornar a tierra firme. El ganador fue el húngaro Alfred “Hajos” Guttmann, un estudiante de arquitectura de 18 años que había aprendido a nadar a los 13, después de que su padre se ahogara en el río Danubio. Guttmann completó el recorrido delineado por calabazas huecas que funcionaban como boyas en 1:22.2, apenas seis décimas más rápido que el austríaco Otto Herschmann. Los otros cuatro competidores (un estadounidense y tres griegos) prefirieron regresar a la tarima antes de sucumbir congelados o lanzados por una ola contra el muelle. Para los 400 metros apenas se aventuraron tres contendientes: El austriaco Paul Neuman (vencedor con un tiempo de 8:12.6) y los griegos Antonios Pepanos y Efstathios Khorafas, 2do. y 3ro., respectivamente.

El mar se calmó un poquito para la prueba siguiente, los 1.200 metros. Tres barcas trasladaron a seis concursantes hasta la plataforma. Antes del disparo de comienzo, dos de los botes regresaron a la meta y uno quedó para actuar en caso de alguna contingencia. Guttmann, quien había sufrido la baja temperatura del agua en la primera carrera, se embardurnó el cuerpo con grasa para combatir el frío. Empero, esta protección le sirvió de poco y, a mitad de la carrera, acosado por un calambre, decidió abandonar. Para su sorpresa, la barca de auxilio estaba todavía más lejos que la meta, de modo que prosiguió nadando para salvar su vida. Su instinto de supervivencia no sólo le permitió sortear el peligro, sino ganar la prueba con un tiempo de 18:22.2. “Mi mayor lucha fue contra las olas; llegaron a los cuatro metros de altura esa mañana; y el agua estaba terriblemente fría”, comentó luego el campeón, que aventajo por 2 minutos y medio al segundo, el griego Joannis Andreou.

LUCIANO WERNICKE
“Historias insólitas de los Juegos Olímpicos”

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