10.2.17

trilema político imposible

la nación

En 1998 Paul Krugman visitó Buenos Aires y dio una conferencia sobre economía internacional. Todavía no había sido galardonado con el Nobel y en aquellos años era mucho más amigable que ahora respecto de los beneficios de la interdependencia global. Advirtió entonces que el éxito del proceso estaba en riesgo mientras no hubiera una "justa" distribución de las ganancias de productividad generadas por el salto tecnológico enancado en la aviación comercial, la informática y las telecomunicaciones. Recordó la globalización de fines del siglo XIX y principios del siglo pasado. En aquella época los barcos transatlánticos, el telégrafo, la electricidad y los ferrocarriles también habían vertebrado el mundo con un salto tecnológico. La transmisión de la información en tiempo real, el auge del comercio y la ampliación del mercado mundial habían generado grandes ganancias en la productividad global. Pero el reparto de las ganancias de productividad tuvo hijos y entenados. Sobrevino la Gran Guerra, la economía mundial colapsó en los treinta y el auge del nacionalismo xenófobo derivó en una segunda contienda mundial de visos apocalípticos. El proceso globalizador de aquella revolución tecnológica quedó eclipsado. ¿Podría repetirse la historia?

Los datos son contundentes respecto de la reducción de la pobreza en el mundo en los últimos 30 años. Pero esa disminución se ha debido sobre todo a China. Allí ha habido 600 millones de personas que han salido de la pobreza. Pero hay otros países en Asia, África y América latina que pueden exhibir indicadores de reducción de pobreza. La contracara del fenómeno de la pobreza es que seguimos viviendo en un mundo muy desigual. En los albores de la Revolución Industrial la brecha entre las regiones más ricas y las más pobres del mundo era del orden de 2 a 1; hoy es de 20 a 1. A su vez, la brecha entre las naciones más ricas y las más pobres del mundo actual es de 80 a 1. La globalización también ha reducido algo las desigualdades entre países, pero no entre los ricos y los pobres de los diferentes países. Y es en los países ricos donde la desigualdad hace más ruido político.

Según un informe del McKinsey Global Institute, entre el 65 y el 70% de las familias en las naciones ricas vieron caer o estancarse sus ingresos reales provenientes de salario y capital entre 2005 y 2014. Entre 1993 y 2005 sólo el 2% explicitaba esa preocupación. Si se contemplan reducciones impositivas y transferencias del gobierno, el panorama es menos sombrío: entre el 20% y el 25% ve que sus ingresos disponibles se estancaron o cayeron. Pero las cifras comparativas con el período anterior siguen siendo muy altas.

El economista Dani Rodrick suele confrontar a sus alumnos y colegas con una pregunta de respuesta contraintuitiva: considerando consumo y sin tener en cuenta el nivel de bienestar de los otros en la sociedad que elige, ¿qué prefiere, pertenecer al decil superior en una nación pobre o al decil inferior en una nación rica? La mayoría escoge el decil superior en la sociedad pobre. El "pensamiento débil", diría Daniel Kahneman (referente de la psicoeconomía), guiado por las imágenes del consumo suntuario de algunos ricos en el mundo pobre, guía a esa respuesta intuitiva incorrecta, sin reparar que el promedio de los más pobres en un país rico gana tres veces más que el promedio de los más ricos en un país pobre. El auto de lujo y la mansión ostentosa de la imagen mental sólo representan a la ínfima minoría de los más ricos en las sociedades pobres. La respuesta correcta es que es preferible desde el punto de vista del ingreso y de otros indicadores sociales ser pobre en una sociedad rica que rico en una sociedad pobre. Pero la mano de obra no calificada en una sociedad rica no se compara con sus semejantes de una sociedad pobre, si no que tiene en cuenta la evolución de su ingreso relativo en el tiempo y su relación con el ingreso de otros en esa misma sociedad.

El economista James Duesenberry en 1949 ya planteaba que la realización económica no depende del ingreso absoluto, sino del ingreso relativo; es decir, de lo que gana cada uno en comparación con los ingresos percibidos por su grupo de referencia. Thomas Piketty o los Nobel Stiglitz y Krugman están llamando mucho la atención sobre el crecimiento de la desigualdad dentro de los distintos países. Los cálculos más pesimistas hablan de que en los PBI de los países desarrollados se ve que la relación entre renta y capital está en unos números similares a los de los años 20, que propiciaron el crack del 29, con lo que siguió después. La preocupación por lo económico tiene su correlato en lo político. En las democracias capitalistas desarrolladas los perdedores de la globalización votan; en cambio, en muchos países emergentes los ganadores de la globalización todavía no votan. Así, el voto legitima sentimientos antiglobalizadores en el mundo rico que no tienen contrapartida proglobalizadora en el mundo pobre. Lo que no previeron las consignas de los denunciantes de la "gran brecha" de desigualdad en los Estados Unidos (entre el 1% más rico y el 99% restante) es que iba a ser un magnate, Donald Trump, y no un socialista, Bernie Sanders, quien iba a canalizar la frustración y la bronca antiglobalizadora de muchos de sus compatriotas.

Para blindar logros de la globalización y evitar retrocesos que nos pueden retrotraer a guerras cambiarias y comerciales preocupantes es necesario asumir las restricciones por las que atraviesa el proceso.En el libro La paradoja de la globalización, Dani Rodrik ya había planteado el trilema político que lleva a la economía mundial a elegir entre tres opciones incompatibles: hiperglobalización, democracia política y nación-Estado. No podemos escoger las tres a la vez. Sólo se puede optar por dos. Y en el escenario actual, donde la democracia política tiende a reforzar los vínculos con la nación-Estado en contra de un mayor avance en el proceso de globalización, el economista de Harvard recomienda hacer pie en las instituciones de Bretton Woods, con las reformulaciones y aggiornamenti que los tiempos imponen. Esas instituciones que regularon las finanzas y el comercio mundial combinaron dosis de apertura e integración con la coexistencia de Estados soberanos y el avance de la democracia política. Más globalización impondría nuevas instituciones de gobernanza global que hoy no están al alcance; pero un retroceso de la globalización puede retrotraernos a escenarios de desintegración y autarquía que aticen una nueva crisis mundial. El G-20 jugó un rol muy importante cuando la Gran Recesión de 2008 puso en jaque la economía mundial. Su labor fue clave para articular medidas monetarias y prevenir reacciones proteccionistas que hubieran agravado el problema. El G-20 debe revalidar su liderazgo en el reacomodamiento del orden económico internacional que se viene.

(…)

DANIEL GUSTAVO MONTAMAT
“Ante los riesgos de implosión en el mundo globalizado”
(la nación, 02.02.17)

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