15.12.17

reacciones desde el pasado

la nación

¿Dónde va la democracia? Es la pregunta que todos nos estamos haciendo y que se hizo la Fondation Pour l'Innovation Politique, un prestigioso centro de estudios “liberal, progresista y europeo” con sede en París, que ha llevado a cabo una investigación colosal en Europa y Estados Unidos. Ha entrevistado a más de 22.000 personas en 26 países y el resultado ahora se encuentra en una gran cantidad de coloridos gráficos. Se ocupan de todo, porque de todo pidió el cuestionario. Lo que emerge es la imagen más completa que yo conozca del estado de la democracia representativa: la gran enferma de nuestra época, para algunos; el finado, para otros.

Era previsible que un estudio tan vasto no diera respuestas unívocas. Mejor: ya no se aguantan más respuestas simples a problemas complejos. Larga vida a la complejidad, que mantiene la mente despierta y obliga a nuestras sociedades a enfrentarla. La simplificación nos atrofia, nos hunde, nos devuelve a un universo estático, a un mundo primitivo en blanco y negro que siempre prefiere la conservación a la innovación. Peor aún: prefiere sus prejuicios a la realidad.

Dicho esto, y debiendo sacar algunos hilos de la gran maraña de datos de la investigación, conviene seleccionar algunas preguntas. La primera es obvia: ¿cómo está la democracia? La respuesta es: mal, muy mal, de mal en peor, dependiendo de lo que se esperaba. El 56% de los europeos y el 54% de los estadounidenses piensan que su democracia funciona mal, que votar importa cada vez menos, que los políticos piensan en sus intereses y son corruptos. Hasta aquí, ninguna sorpresa.

Sin embargo, al mirar más de cerca los datos, salta a los ojos una imagen muy diversificada. Grosso modo, hay tres Europa. Para decirlo con Dominique Reynié, director de la obra: en Europa del Este, la transición democrática padece una avería; la Europa mediterránea está en una “depresión democrática”; en la del Norte, la democracia resiste “más vigorosa”. De nuevo: son tendencias lógicas, incluso predecibles. No sorprende que el grado de solidez y aceptación de la democracia sea mayor donde tiene raíces más profundas y más precario donde es más joven, incluso muy reciente: la historia cuenta, mejor no olvidarlo.

¿Y cómo se expresa ese gran malestar democrático? Los síntomas son conocidos y la investigación los confirma: desconfianza en las instituciones, invocación del hombre fuerte, abstención electoral. En términos generales, se expresa en el voto por partidos populistas, partidos antisistema.

(…)

La pregunta más difícil, por supuesto, es sobre las causas: ¿por qué sufre tanto la democracia? ¿Qué alimenta al populismo? No hay una sola respuesta y ay de aquellos que pretenden tenerla: es culpa de Internet, del islam, de la globalización, de la desigualdad, del cambio climático, de la inmoralidad. La respuesta unívoca es la mejor incubadora de fanatismo. La verdad está un poco en todas partes, no en un solo lugar. Una cosa, sin embargo, surge claramente de la investigación: los factores económicos y sociales son importantes, pero no decisivos; no son prioritarios, sino accesorios. Los datos son claros: el populismo no es menos sólido en las sociedades prósperas y de rápido crecimiento, con poco desempleo, que en aquellas que más sufrieron la recesión. En Suiza y en el norte de Europa, aun más en la República Checa, el auge económico y el auge populista van del brazo. El diagnóstico que establece un vínculo automático entre el populismo y el malestar socioeconómico es tentador, porque es simple. Pero las explicaciones simples a menudo son triviales y causan respuestas incorrectas.

En realidad, el populismo aparece en todas partes como un fenómeno identitario y cultural, más que social y económico. Siempre lo he pensado: estoy feliz de que los datos lo confirmen. Reynié lo dice mucho mejor que yo: muchos europeos “reaccionan al surgimiento de una sociedad multicultural”; una sociedad a la que no estaban preparados, de la que nadie les había advertido y que a menudo los molesta, los asusta o los desorienta. Los problemas de una sociedad así -donde se esfuman los valores comunes, se desvanecen los límites entre las clases sociales, se derriten como la nieve al sol los viejos partidos- son enormes, y al ser enormes ponen a prueba la legitimidad de quienes deben gobernarlos. La respuesta autárquica, la reacción identitaria frente a esa fragmentación, son las más instintivas e inmediatas. Incluso las más simples, inútiles y peligrosas.

¿Cabe deducir que el ciclo histórico de la democracia representativa que tomó forma a fines del siglo XIX está llegando a su fin? En ese caso, ¿qué vendrá después? ¿Le tocará el turno a un nuevo ciclo de gobiernos autoritarios? ¿O tomará forma una “nueva democracia posrepresentativa” que aún no podemos imaginar? ¿Por qué no? El sistema democrático es, por definición, cambiante, flexible, adaptable; reformista, en fin.

La investigación proporciona algunas pistas. Para el 67% de los europeos, la democracia no es sustituible, no hay modelos alternativos. Sobre los valores que la alimentan, las mayorías son sólidas: alrededor del 80% no tiene problemas con la pluralidad de tendencias sexuales, de grupos étnicos y culturales, de religiones, de opiniones políticas. El pluralismo, a diferencia del multiculturalismo, se mantiene bien. E incluso sobre las causas estructurales de la crisis, la mayoría tiene ideas claras: la globalización es más una oportunidad que una amenaza, especialmente para los jóvenes. La impresión, al final, es la que resume Reynié: la crítica a la democracia “atañe menos al valor de la política democrática que al incumplimiento de los principios en los que la misma se basa”. Si es así hay esperanza.

Y no sólo esperanza. Contra la narrativa apocalíptica predominante, no es demasiado temerario afirmar que la crisis de la democracia representativa sea una crisis de crecimiento, no un ocaso; que la misma enfrenta hoy desafíos similares a los que tuvo que enfrentar hace un siglo, cuando incluyó a las mujeres y a las masas populares, antes excluidas; que como entonces encontrará un nuevo equilibrio, inestable y cambiante como cualquier equilibrio democrático. Hoy en día, la democracia ha expandido sus fronteras y es el modelo prevaleciente no solamente en Occidente, sino también en Europa del Este y América latina, y se abre camino en partes de Asia y África. A menudo funciona mal, pero no tiene alternativas creíbles ni mejores. Lejos de agotarse, su ciclo todavía muy joven en términos históricos, sigue siendo expansivo. Las reacciones identitarias, las populistas en el corazón de Europa y las religiosas en otras partes del mundo son fisiológicas y comprensibles, como aquellas también identitarias del siglo pasado. Pero por dolorosas que sean no son el futuro, sino el pasado.

LORIS ZANATTA
“El malestar democrático de hoy es una crisis de crecimiento”
(la nación, 13.12.17)

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