El gran bandeonista y compositor argentino, Rodolfo Mederos, cuenta en una nota en "La Nación", su experiencia durante una gira en México, en 1996, cuando los azares de la programación lo llevó a tocar con su quinteto en Tenancingo. Decir que Tenancingo era un pueblo, implicaba ser pretencioso. "Un caserío en un pequeño valle, rodeado de montañas, con una gran plaza en el medio y las casitas enclavadas allí" describe Mederos. Escenario montado sobre barriles, un piano (seguramente traído de la escuela), una lamparita colgada del árbol y el atardecer cubriendo a la gente que caminaba, indiferente, por la plaza. La mayor parte del público era indígenas, mayas o aztecas.
Los músicos subieron a tocar, con lo que tenían puesto y especularon con acortar el concierto o acomodar el repertorio habitual, para un público tan poco especializado. Al final, decidieron tocar como siempre, a ver que pasaba.
A medida que empezaron a tocar, la gente empezó a acercarse. Al cuarto tema, se habían sentado y escuchaban en silencio. Tocaron el concierto completo, para incredulidad de Mederos y sus músicos.
"Cuando terminamos de tocar" cuenta Mederos "se me acercó un hombre con una criatura dormida en sus brazos y otro pequeño caminando. Me miró fijamente, y me dijo: 'Señor, quiero agradecerle esta música, porque cuando la escucho siento que quiero más a mis hijos' ".
"Y ahí comprendí que uno es un idiota por creer que la música, para ser considerada buena y refinada, debe tocarse en un teatro de lujo, para gente iniciada, que poco menos haya hecho un curso de composición antes de escuchar" concluye Rodolfo Mederos.
(la nación, 11.01.04)
15.1.04
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