2.6.05
sobre la guerra
Pero en un sentido físico, la guerra afecta a muy pocas personas, la mayoría especialistas muy bien preparados, y causa pocas bajas relativamente. Cuando hay lucha, tiene lugar en confusas fronteras que el hombre medio apenas puede situar en un mapa o en torno a las fortalezas flotantes que guardan los lugares estratégicos en el mar. En los centros de civilización la guerra no significa más que una continua escasez de víveres y alguna que otra bomba cohete que puede causar unas veintenas de víctimas. En realidad, la guerra ha cambiado de carácter. Con más exactitud, puede decirse que ha variado el orden de importancia de las razones que determinaban una guerra. Se han convertido en dominantes y son reconocidos conscientemente motivos que ya estaban latentes en las grandes guerras de la primera mitad del siglo XX.
Para comprender la naturaleza de la guerra actual -pues, a pesar del reagrupamiento que ocurre cada pocos años, siempre es la misma guerra- hay que darse cuenta en primer lugar de que esta guerra no puede ser decisiva. Ninguno de los tres superestados podría ser conquistado definitivamente ni siquiera por los otros dos en combinación. Sus fuerzas están demasiado bien equilibradas. Y sus defensas son demasiado poderosas.
(…)
Nada atañe a la riqueza del mundo, ya que todo lo que produce se dedica a fines de guerra, y el objeto de prepararse para una guerra no es más que ponerse en situación de emprender otra guerra. Las poblaciones esclavizadas permiten, con su trabajo, que se acelere el ritmo de la guerra. Pero si no existiera ese refuerzo de trabajo, la estructura de la sociedad y el proceso por el cual ésta se mantiene no variarían en lo esencial.
La finalidad principal de la guerra moderna (de acuerdo con los principios del doblepensar) la reconocen y, a la vez, no la reconocen, los cerebros dirigentes del Partido Interior. Consiste en usar los productos de las máquinas sin elevar por eso el nivel general de la vida. Hasta fines del siglo XIX había sido un problema latente de la sociedad industrial qué había de hacerse con el sobrante
de los artículos de consumo. Ahora, aunque son pocos los seres humanos que pueden comer lo suficiente, este problema no es urgente y nunca podría tener caracteres graves aunque no se emplearan procedimientos artificiales para destruir esos productos. El mundo de hoy, si lo comparamos con el anterior a 1914, está desnudo, hambriento y lleno de desolación; y aún más si lo comparamos con el futuro que las gentes de aquella época esperaba. A principios del siglo XX la visión de una sociedad futura increíblemente rica, ordenada, eficaz y con tiempo para todo -un reluciente mundo antiséptico de cristal, acero y cemento, un mundo de nívea blancura- era el ideal de casi todas las personas cultas.
La ciencia y la tecnología se desarrollaban a una velocidad prodigiosa y parecía natural que este desarrollo no se interrumpiera jamás. Sin embargo, no continuó el perfeccionamiento, en parte por el empobrecimiento causado por una larga serie de guerras y revoluciones, y en parte porque el progreso científico y técnico se basaba en un hábito empírico de pensamiento que no podía existir en una sociedad estrictamente reglamentada. En conjunto, el mundo es hoy más primitivo que hace cincuenta años.
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Cuando aparecieron las grandes máquinas, se pensó, lógicamente, que cada vez haría menos falta la servidumbre del trabajo y que esto contribuiría en gran medida a suprimir las desigualdades en la condición humana. Si las máquinas eran empleadas deliberadamente con esa finalidad, entonces el hambre, la suciedad, el analfabetismo, las enfermedades y el cansancio serían necesariamente eliminados al cabo de unas cuantas generaciones. Y, en realidad, sin ser empleada con esa finalidad, sino sólo por un proceso automático -produciendo riqueza que no había más remedio que distribuir-, elevó efectivamente la máquina el nivel de vida de las gentes que vivían a mediados de siglo. Estas gentes vivían muchísimo mejor que las de fines del siglo XIX.
Pero también resultó claro que un aumento de bienestar tan extraordinario amenazaba con la destrucción -era ya, en sí mismo, la destrucción- de una sociedad jerárquica. En un mundo en que todos trabajaran pocas horas, tuvieran bastante que comer, vivieran en casas cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción y refrigeración, y poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, habría desaparecido la forma más obvia e hiriente de desigualdad. Si la riqueza llegaba a generalizarse, no serviría para distinguir a nadie. Sin duda, era posible imaginarse una sociedad en que la riqueza, en el sentido de posesiones y lujos personales, fuera equitativamente distribuida mientras que el poder siguiera en manos de una minoría, de una pequeña casta privilegiada.
Pero, en la práctica, semejante sociedad no podría conservarse estable, porque si todos disfrutasen por igual del lujo y del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la pobreza suele imbecilizar, aprenderían muchas cosas y empezarían a pensar por sí mismos; y si empezaran a reflexionar, se darían cuenta más pronto o más tarde que la minoría privilegiada no tenía derecho alguno a imponerse a los demás y acabarían barriéndoles.
A la larga, una sociedad jerárquica sólo sería posible basándose en la pobreza y en la ignorancia. Regresar al pasado agrícola -como querían algunos pensadores de principios de este siglo- no era una solución práctica, puesto que estaría en contra de la tendencia a la mecanización, que se había hecho casi instintiva en el mundo entero, y, además, cualquier país que permaneciera atrasado industrialmente sería inútil en un sentido militar y caería antes o después bajo el dominio de un enemigo bien armado.
(…)
El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de vidas humanas, sino de los productos del trabajo. La guerra es una manera de pulverizar o de hundir en el fondo del mar los materiales que en la paz constante podrían emplearse para que las masas gozaran de excesiva comodidad y, con ello, se hicieran a la larga demasiado inteligentes. Aunque las armas no se destruyeran, su fabricación no deja de ser un método conveniente de gastar trabajo sin producir nada que pueda ser consumido.
GEORGE ORWELL
1984
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