27.3.06

elisa brown

Pancho Drummond buscaba causa justas por los cuales batirse. Era escocés, pero luchaba en la marina inglesa. Peleó por la independencia de Brasil bajo las órdenes de Lord Cochrane, el enemigo de San Martín. Más tarde, quiso alistarse junto a las fuerzas argentinas que combatían a sus antiguos compañeros. Pero los brasileños lo metieron preso en Montevideo. Después de nueve meses, Drummond consiguió escapar e inmediatamente se incorporó a la escuadra argentina que comanda el almirante Guillermo Brown. Se radicó en Buenos Aires y empieza frecuentar la quinta del almirante en Barracas.

Allí conoció a Elisa, la hija mayor de Brown. Él tenía veinticuatro años y ella, diecisiete. Despacharon velozmente los penosos trámites que entonces imponía una seducción. Se comprometieron y planearon casarse cuando la guerra terminara Ahorraremos al relato las elegante conjeturas acerca de los encuentros y los sueños de los enamorados.

El 6 de abril de 1827, Drummond marchó a la guerra con la flota de Brown. Muy pronto se vinieron grandes dificultades Las cuatro naves argentinas enfrentaron a dieciséis barcos brasileños. El Independencia, comandado por Drummond, quedó varado en un banco, con grandes averías y agotadas sus municiones. Siempre propenso al arrojo, Drummond, que ya estaba herido, tomó un bote y fue arrimándose al resto de los barcos en busca de municiones para continuar la lucha. En el momento de abordar la goleta Sarandi, lo alcanzó una bala enemiga.

Drummond comprende que va a morir y, con la mayor premura, cumple sus deberes heroicos. Pronuncia unas palabras que evitan cuidadosamente la queja; entrega a su amigo, el capitán Coe, el anillo nupcial para Elisa y alcanza a mantenerse vivo hasta la llegada del propio almirante, en cuyos brazos muere.

Lo velaron en la comandancia de marina y lo enterraron con honores en el cementerio protestante. Elisa recibió la noticia sin derramar una sola lágrima. Algunos dicen que la envolvió una silenciosa demencia.

Pasaron los meses. Una tardecita de diciembre, se puso un inexplicable traje de novia y se metió en el río, cuyos juncales llegaban hasta el fondo del parque. Ella se ahogó, por suicidio o por accidente.

El almirante Brown nunca pudo reponerse se aquella tragedia. Guillermo Enrique Hudson lo vio muchos años después, vestido de negro y parado en la puerta de su casa, mirando fijamente a la distancia. Le pareció un fantasma.

Cuando Hudson escribió sus líneas, la pena de Brown ante el recuerdo de su hija era ya otro recuerdo y otra pena. Hoy, el propio Hudson es un fantasma. La quinta de Brown, con sus sauces, sus álamos y los dos cañones de Garibaldi adornando la puerta, forma parte del más perfecto olvido.

En su lugar se alza la plazoleta Elisa Brown, pálido homenaje municipal a su memoria. Completan esta sustitución la fiambrería Il Parmigiano, el bar El remanso y El emporio de la fruta y la verdura. El río, ahuyentado por tanto progreso, ha retrocedido diez cuadras. La dicha de Francis Drummond y Elisa Brown duró tan poco que casi podríamos decir que fue una mera preparación de la pena, la pena incesante que fue de Brown y Hudson y es ahora nuestra y será mañana de otros corazones sensibles, cuando adviertan que somos sombras y que nuestras vidas son tumultos sin sentido.

ALEJANDRO DOLINA
Bar del infierno

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