13.3.06

tatuaje sobre la espalda

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La vio como todos los días, formada en la cola para subir al colectivo. Se preguntó cómo abordarla, cómo enunciar esa frase primera que allanara el camino de la conquista. Intentó aproximaciones. Cruzó miradas, acentuó indiferencias impostadas, una vez le rozó el codo con su codo y otra vez, en un acto de osadía, hasta se permitió una sonrisa cuando le cedió el asiento.

Pero esa mañana, calurosa mañana de sol, entrevió el tatuaje en su espalda, parcialmente asomando bajo el bretel del corpiño: un ideograma japonés inscripto en un azul ceniciento. Se imaginó, en ese momento, traduciendo en voz alta el ideograma, (quizás un haiku que hablara de mariposas de alas amarillas estrelladas en el cristal dorado de un lago helado o de la nieve del glaciar derretida por el beso de una doncella prisionera en una torre de oro y plata). Proyectó, también, la sorpresa de la joven, dándose vuelta para mirarlo (mirarlo por primera vez) y él, ganador, derrumbando portones con la estocada magistral, esperando la respuesta que desenrolle la conversación, abierto el camino por ese deslumbramiento fortuito e inicial.

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No se cruzó de brazos: se inscribió en un curso de japonés y él, que apenas articulaba monosílabos en su castellano nativo, fatigó el idioma oriental. Arduos meses se sucedieron, estación tras estación, siempre reservando la carta bajo la manga, viéndola de lejos, esperando el momento, preparando la situación. En su fantasía romántica se dijo, casi como una excusa, que todo ese esfuerzo no era en vano, que, al fin y al cabo, toda mujer encierra sobre su piel un mensaje que espera las manos sabias de aquel que se tome el tiempo suficiente para descifrarlo a roces de caricias.

Un día llegó el día y, triunfal, se ubicó a estratégica distancia. Se aclaró la voz, se acercó a ella y hasta estiró la mano para tocarla. El tatuaje brillaba sobre la piel tostada.

Se detuvo.

Se apartó de inmediato y se ubicó de lado, frunciendo el ceño por el sol de frente.

No tomó ese colectivo. Esperó el siguiente.

Y apenas la miró, al verla partir para siempre, en el primer coche que llegó y que ella tomó sin darse vuelta para mirarlo.

Si alguien hubiera estado a su lado, habría podido escucharlo mascullar, en voz muy baja, un rencoroso "¡Puta! Estaba en chino...".

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