3.4.06

un elefante en el living

Creo, si mi memoria no me falla, que fue un jueves, a la vuelta del trabajo, cuando descubrí el elefante echado en el medio del living de mi casa.

Afortunadamente, la pobre bestia supo morirse en el centro de la sala, dejando un estrecho corredor entre su cuerpo y el aparador donde Cecilia guarda las copas.

-Tengo que ponerme a dieta -me dije mientras tiraba trabajosamente de mi pie derecho que se había trabado bajo la pata del elefante.

Cecilia, mi esposa, estaba en la cocina y aparentemente no me había escuchado llegar. No mostró sorpresa cuando la saludé con un beso:

- ¿Qué tal amor? ¿Alguna novedad? –le dije.

Mentiría si no dijera que pude notar cierto nerviosismo en su mirada, pero tampoco puedo asegurar, terminantemente, que algo la perturbaba.

- Nada -contestó poniendo su atención en la carne que cocinaba en una olla- Todo igual.

- Bien -asentí- Entonces me voy al living, a leer un poco el diario antes de comer...

- Mirá que la comida ya casi está lista… veinte minutos… no más

Asentí. El elefante no se había movido un centímetro de su posición. Esto me proporcionó la prueba concluyente de que estaba irremediablemente muerto. Me resigné a la situación y busqué el sillón donde, todas las tardes, me siento a leer el diario.

No lo encontré.

Ayudándome por la disposición de las paredes y la ubicación del marco de la ventana, supuse (con bastante exactitud) que se encontraba debajo del cuerpo del animal. (A decir verdad, hasta el día de hoy, sigo suponiendo que sigue allí; pero la suposición me parece bastante probable, aunque no pueda verlo).

Volví a la cocina y me traje una silla.

-¡Qué raro, vos, que no estás tu sillón! -me dijo Cecilia mientras se reclinaba contra el cuerpo del elefante para llevar unos vasos a la mesa del comedor.

- Últimamente no me resulta tan cómodo -mentí- Quedo demasiado erguido y al rato empieza a dolerme la espalda.

-No te viene mal cambiar -aseguró- Pasás mucho tiempo en ese sillón.

Cecilia recorrió otras cuatro veces más el corredor elefante-aparador, trayendo las cosas de la cocina. En la última ocasión derramó (por supuesto que involuntariamente y sin ninguna intención) la salsa de la fuente sobre el animal.

Desvié la mirada; pretendí estar concentrado en la pantalla del televisor (que se encontraba detrás del elefante), como si nada hubiera pasado. Rápidamente Cecilia limpió la mancha con un repasador y sirvió la comida como si nada hubiera pasado.

Esa noche nos fuimos a dormir temprano. La película que estaban dando en la televisión (un policial que transcurría en las calles de Nueva York) nos pareció un tanto aburrida, tal vez por la presencia del elefante delante de la pantalla que nos impidió seguirla con la debida atención. Recuerdo, eso sí, que le di un beso a Cecilia antes de darle la espalda en la cama para dormirme.

Esa noche fue relativamente tranquila, pude conciliar el sueño, sin grandes inconvenientes, entre otras cosas porque el elefante no había empezado a dar olor.

Eso comenzó al día siguiente.

La piel del animal se abrió en una grieta longitudinal, cediendo ante la presión de la carne corrupta. Un líquido amarillento manó del tajo y se derramó sobre la alfombra, marcando con una amplia aureola negruzca la trama del tejido. Poco tiempo después, los gusanos emergieron del interior del cuerpo del elefante. Reptaban en un movimiento coordinado, como si fueran una masa coherente de pensamiento y acción, moviéndose entre los pliegues verdosos irregulares.

El elefante se había expandido grotescamente, como esas estrellas que aumentan de volumen antes del colapso final. Esta postrera tendencia había obturado, parcialmente, el único camino hacia la puerta de calle. El pasillo que el elefante había dejado entre su cuerpo y el aparador era, a esta altura, sólo una presunción. Debíamos, tanto Cecilia como yo, atravesar el lugar apartando la masa viscosa, a fuerza de empujar con nuestros cuerpos.

Por mi parte, había tomado la costumbre de vestirme junto a la puerta de salida, para evitar que el traje se manchara. No está bien visto en mi oficio, debo admitir, llegar al trabajo con un medallón de gusanos colgando de la corbata.

En algún momento comenté, al pasar y despreocupadamente, que era más higiénico comer en la cocina. Acudí a un ficticio artículo, leído en una revista de divulgación científica, para apoyar mi observación. Cecilia aprobó la idea, afortunadamente. Creo que, de no haberlo sugerido oportunamente, hasta el día de hoy estaríamos comiendo a unos pocos pasos del animal putrefacto.

Con todo, la peor parte la tuvo que soportar Cecy (así llamo cariñosamente, y en la intimidad, a mi amada esposa), por ser de los dos, quien más tiempo tenía que permanecer en casa. Ella siempre fue obsesiva con la limpieza y el orden, y aunque nunca dijera una palabra, sé bien cuanto debía desagradarle la presencia del elefante en nuestro hogar. Particularmente la mancha negra bajo el animal, que había degradado, tal vez para siempre, la alfombra del comedor, alfombra que personalmente Cecy había tenido la virtud de elegir entre tantas otras.

No le temblaba el pulso en el momento de luchar contra las bandadas de moscas que amenazaban colarse en el interior de nuestro dormitorio. A eso se había acostumbrado y confiaba, con cierta tranquilidad, en poder superarlos a pesar del número. Pero en lo que sí veía flaquear su ánimo, aunque jamás me atreví a deslizar ningún comentario, era en sus incansables esfuerzos para mitigar (aunque sólo fuera en parte) el olor pestilente que despedía el cuerpo en descomposición.

Debo decir (no sin pena, dada la convicción impuesta por Cecilia en la tarea) que falló rotundamente. El hedor se había incrustado en cada rincón del dormitorio, del baño y aún, sospecho, debajo mismo de nuestras uñas. Temo que estas mismas palabras trasciendan el papel con ese dulzón aroma de la carroña.

Fue por esos días, si mi memoria no me traiciona, que golpeó a nuestra puerta el portero del edificio.

No puedo precisar el exacto modo en que fueron dichas sus palabras, pero el tono general de su petición era el de comunicar que se habían producido quejas entre los vecinos, por el creciente olor a podrido que empezaba a percibirse en el edificio. También que alguien (a quien, con cierta cobardía, protegió con el anonimato, negándose sistemáticamente a identificarlo) había denunciado, en la última reunión de consorcio, que nuestro departamento era el origen del presunto mal olor.

Protesté airadamente por tal ofensa. Agité un dedo iracundo delante de su cara, considerando un atropello tal injuria, lanzada despreocupadamente desde las sombras de la impunidad. Abrí la puerta de par en par e invité al portero a pasar a mi casa. Enojado, le pedí que verificara personalmente tal humillante denuncia.

Cecilia debe haber escuchado mis gritos, desde la cocina, pues rápidamente se asomó detrás del elefante, para ver que pasaba. El portero la saludó con una inclinación de su cabeza mientras daba dos pasos al interior de nuestro hogar. Miró a un lado y al otro del living y, plegando las aletas de su nariz, clavó su vista en el elefante. Sonrió nerviosamente y volvió a mirarme.

Se disculpó por la intromisión, pero me señaló que era su deber. Lo palmeé comprensivamente, mientras lo acompañaba al ascensor. Recuerdo que le dije que yo no sentía ningún olor a elefante muerto o algo así (esto último no estoy totalmente seguro de haberlo dicho) y que se sintiera libre de expresar, sin ningún tipo de prevención, si había sentido ése o algún otro olor al entrar a mi casa.

Lo negó enfáticamente, agitando con firmeza su cabeza. Pero me dijo que ya sabía como era el consorcio de jodedor y que estaban todo el día molestándolo por cualquier tontería. Volvió a disculparse una vez más antes de despedirse.

Esperé que el ascensor se detuviera en la planta baja, antes de regresar a mi hogar.

-¿Qué quería? -preguntó Cecilia aplastando, con el taco de su zapato, un manojo de gusanos que se habían prendido de la solapa de su blusa.

-El consorcio se quejó del olor y un vecino le dijo que era de aquí -señalé.

-¡La bruja del sexto B, seguro! -respondió antes de volver a la cocina.

Debo reconocer que el elefante no nos cambió mayormente nuestras vidas. Nos molesta, sí, el olor nauseabundo, aunque debo admitir que, lentamente, su persistencia empieza a aflojar. Y los gusanos y la mancha negra de la alfombra. Eso sí.

Pero el resto, no ha variado sustancialmente. Hemos cambiado algunas costumbres, admito, pero estas alteraciones no han afectado drásticamente nuestra existencia. Apenas extraño mi sillón, pero, debo apresurarme a señalar, que el gradual proceso de degradación del elefante ha permitido recuperar un cuarto, aproximadamente, de la pantalla del televisor.

Hay veces que, en mi cama, cuando no puedo dormir, estoy tentado de estirar mi mano hacia el lado de Cecilia y despertarla, para preguntarle, en voz baja, qué sabe del elefante. Pedirle que me cuente cómo llegó a nuestro living, cómo pudo pasar por la puerta o subir por las escaleras, ya que creo muy improbable que lo haya hecho por el ascensor.

Pero me muerdo los labios y callo a tiempo.

Alguna vez, también, miré los colmillos asomando de la podredumbre y pensé cuanto pueden valer. Me pregunto porque no los serrucho y los vendo. Pero entonces me imagino todas las preguntas que me haría (de encontrarlo) el supuesto comprador: ¿De dónde sacó esos colmillos? ¿Es suyo el animal? ¿Tiene algún tipo de permiso para tener un elefante en el living?

Y entonces pienso que es mejor callar y esperar.

Algún día los gusanos acabarán con su tarea y entonces, cuando pase el tiempo, sólo quedará de él, el polvo de sus huesos. Polvo. Nada más. Polvo que se podrá recoger con una pala o, tal vez mejor, remover con la ayuda del viento que entrará al abrir la ventana que, seguramente, aún permanece en la pared, oculta detrás del elefante.

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