21.9.06

carta desde la prisión de Birmingham

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Preguntaréis: “¿Por qué acción directa?” “¿Por qué sit-ins, marchas y demás?” “¿Acaso no es el de la negociación el camino mejor?” Tenéis razón para abogar por la negociación. De hecho, esto es lo que realmente se propone la acción directa. La acción directa no violenta trata de crear una crisis tal, y de originar tal tensión, que una comunidad que se ha negado constantemente a negociar se ve obligada a hacer frente a este problema. Trata de dramatizar tanto la cuestión, que ya no puede ser desconocida bajo ningún concepto. Podrá parecer raro que yo cite la creación de un estado de tensión como parte del trabajo que incumbe al resistente no violento. Pero tengo que confesar que no me asusta la palabra “tensión”. No he dejado nunca de oponerme a la tensión violenta, pero existe una clase de tensión no violenta constructiva, necesaria para el crecimiento. Así como Sócrates creía que era necesario crear una tensión en la mente para que los individuos superasen su dependencia respecto de los mitos y de las semiverdades hasta ingresar en el recinto libre del análisis creador y de la evaluación objetiva, así también, hemos de comprender la necesidad de “tábanos” no violentos creadores de una tensión social que sirva de acicate para que los hombres superen las oscuras profundidades del prejuicio y del racismo, elevándose hasta las alturas mayestáticas de la comprensión y de la fraternidad.

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Desgraciadamente, es un hecho histórico incontrovertible que los grupos privilegiados prescinden muy rara vez espontáneamente de sus privilegios. Los individuos podrán ver la luz de la moral y abandonar voluntariamente una postura injusta; pero, como nos recordara Reinhold Niebuhr, los grupos tienden a comportarse más inmoralmente que los individuos.

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Sabemos por una dolorosa experiencia que la libertad nunca la concede voluntariamente el opresor. Tiene que ser exigida por el oprimido. A decir verdad, todavía estoy por empezar una campaña de acción directa que sea “oportuna” ante los ojos de los que no han padecido considerablemente la enfermedad de la segregación. Hace años que estoy oyendo esa palabra “¡Espera!”. Suena en el oído de cada negro con penetrante familiaridad. Este “espera” ha significado casi siempre “nunca”. Tenemos que convenir con uno de nuestros juristas más eminentes en que “una justicia demorada durante demasiado tiempo equivale a una justicia denegada”.

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Podrán preguntar: “¿Cómo pueden ustedes defender la desobediencia de unas leyes y el acatamiento de otras?”. La contestación debe buscarse en el hecho de que existen dos clases de leyes: las leyes justas y las injustas. Yo sería el primero en defender la necesidad de obedecer los mandamientos justos. Se tiene una responsabilidad moral además de legal en lo que hace al acatamiento de las normas justas. Y, a la vez, se tiene la responsabilidad moral de desobedecer normas injustas. Estoy de acuerdo con san Agustín en que “una ley injusta no es tal ley”. Pero ¿cuál es la diferencia entre ambas clases de leyes? ¿Cómo se sabe si una ley es justa o no lo es? Una ley justa es un mandato formulado por el hombre que cuadra con la ley moral o la ley de Dios. Una ley injusta es una norma en conflicto con la ley moral. Para decirlo con palabras de santo Tomás de Aquino: “Una ley injusta es una ley humana que no tiene su origen en la ley eterna y en el derecho natural. Toda norma que enaltece la personalidad humana es justa; toda norma que degrada la personalidad humana es injusta.” Todos los mandatos legales segregacionistas son injustos, porque la segregación deforma el alma y perjudica la personalidad; da al que segrega una falsa sensación de superioridad y al segregado una sensación de inferioridad asimismo falsa.

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Una ley injusta es una norma por la que un grupo numéricamente superior o más fuerte obliga a obedecer a una minoría pero sin que rija para él. Esto equivale a la legalización de la diferencia. Por el mismo procedimiento, resulta que una ley justa es una norma por la que una mayoría obliga a una minoría a obedecer a lo que ésta mande, quedando a la vez vinculada al texto normativo dicha mayoría. Esto equivale a la legalización de la semejanza.

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Permítaseme dar otra explicación. Una ley es injusta si es impuesta a una minoría que, al denegársele el derecho a votar, no participó en la elaboración ni en la aprobación de la ley.

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Espero que sabrán percatarse de la diferencia que trato de mostrarles. Bajo ningún concepto preconizo la desobediencia ni el desafío a la ley, como haría el segregacionista rabioso. Esto nos llevaría a la anarquía. El que quebranta una ley injusta tiene que hacerlo abiertamente, con amor y dispuesto a aceptar la consiguiente sanción. Opino que un individuo que quebranta una ley injusta para su conciencia, y que acepta de buen grado la pena de prisión con tal de despertar la conciencia de la injusticia en la comunidad que la padece, está de hecho manifestando el más eminente respeto por el derecho.

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Tengo que confesarles honradamente dos cosas, hermanos míos cristianos y judíos; tengo que confesar, primero, que en los últimos años he quedado profundamente desencantado del blanco moderado. Casi he llegado a la triste conclusión de que la rueda de molino que lleva amarrada el negro y que traba su tránsito hacia la libertad, no proviene del miembro del Consejo de Ciudadanos Blancos, o del Ku-Klux-Klan, sino del blanco moderado que antepone el “orden” a la justicia; que prefiere una paz negativa que supone ausencia de tensión, a una paz positiva que entraña presencia de la justicia; quien dice continuamente: “Estoy de acuerdo con el objetivo que usted se propone, pero no puedo aprobar sus métodos de acción directa”; que cree muy paternalmente que puede fijar un plazo a la libertad del prójimo; quien vive de un concepto mítico del tiempo y aconseja al negro que aguarde a que llegue “un momento más oportuno”. La comprensión superficial de los hombres de buena voluntad es más demoledora que la absoluta incomprensión de los hombres de mala voluntad. Resulta mucho más desconcertante la aceptación tibia que el rechazo sin matices.

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También esperé que el blanco moderado abandonaría ese mito acerca del momento oportuno para librar la batalla por la libertad.

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Esta actitud procede de un trágico error en cuanto a lo que es el tiempo, de una noción curiosamente irracional a cuyo tenor hay, en el devenir del tiempo mismo, algo que inevitablemente cura todos los males. De hecho, el tiempo en sí es neutro; puede ser utilizado para la destrucción lo mismo que para construir. Se me ocurre cada vez más que los hombres de mala voluntad se han valido del tiempo con una eficacia muy superior a la demostrada al respecto por los hombres de buena voluntad. Tendremos que arrepentirnos en esta generación no sólo por las acciones y palabras hijas del odio de los hombres malos, sino también por el inconcebible silencio atribuible a los hombres buenos. El progreso humano nunca discurre por la vía de lo inevitable. Es fruto de los esfuerzos incansables de hombres dispuestos a trabajar con Dios; y si suprimimos este esfuerzo denodado, el tiempo se convierte de por sí en aliado de las fuerzas del estancamiento social. Tenemos que utilizar el tiempo de modo creador, conscientes de que siempre es oportuno obrar rectamente. En este momento es hora de convertir en realidad palpable la promesa de democracia y de transformar nuestra indecisa elegía nacional en un salmo de hermandad creador. En este momento es hora de sacar nuestra política nacional de las arenas movedizas de la injusticia racial para plantarla sobre la firme roca de la dignidad humana.


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Pero, a pesar de que me desconcertó inicialmente el sambenito de extremista, conforme seguía pensando acerca del asunto, fue entrándome cierta satisfacción por la etiqueta que se me colgaba. ¿Acaso no fue Jesús un extremista del amor?: “Amad a vuestros enemigos; perdonad a los que os vejan; haced el bien a los que os odian y rezad por los que abusan maliciosamente de vosotros y os persiguen.” Y Amós, un extremista de la justicia: “Dejad que la justicia discurra como el agua y que la equidad corra como un inagotable manantial.” Y Pablo, un extremista del Evangelio cristiano: “Llevo en mi cuerpo las señales de nuestro Señor Jesucristo.” Y Martín Lutero, un extremista: “A lo dicho me atengo; no puedo obrar de otra manera: que Dios venga en mi ayuda.” Y John Bunyan: “Permanecería en la cárcel hasta el final de mis días antes que asesinar mi conciencia.” Y Abraham Lincoln: “Esta nación no puede sobrevivir esclava a medias y libre a medias.” Y Thomas Jefferson: “Para nosotros hay verdades evidentes de suyo, y una de ellas es que todos los hombres fueron creados iguales [...].” Así que el problema no estriba en saber si hemos de ser extremistas, sino en la clase de extremistas que seremos. ¿Llevaremos nuestro extremismo hacia el odio o hacia el amor? ¿Pondremos el extremismo al servicio de la conservación de la injusticia o de la difusión de la justicia?


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Hubo una época en que la Iglesia fue muy poderosa: cuando los cristianos primitivos se regocijaban de que se les considerase dignos de sufrir por sus convicciones. En aquella época, la Iglesia no era mero termómetro que medía las ideas y los principios de la opinión pública. Era más bien, un termostato que transformaba las costumbres de la sociedad. Dondequiera que un cristiano penetrase en una ciudad, las personas que entonces detentan las riendas del poder, se perturbaban e inmediatamente trataban de procesar a los cristianos por ser “perturbadores de la paz” y “agitadores forasteros”. Pero los cristianos no cejaron en su empeño, convencidos de que eran “una colonia celestial”, destinados a obedecer a Dios antes que al hombre. Su número era limitado, pero grande su entrega. Estaban demasiado ebrios de Dios para sentirse “astronómicamente intimidados”. Con su esfuerzo y su ejemplo pusieron fin a prejuicios tan remotos como el abominable infanticidio y los funestos combates de gladiadores.

En la actualidad todo ocurre de modo muy distinto. Y es que la Iglesia contemporánea es a menudo una voz débil y sin timbre, de sonido incierto. Es que a menudo es defensora a todo trance del status quo. En vez de sentirse perturbada por la presencia de la Iglesia, la estructura del poder de la comunidad se beneficia del espaldarazo tácito y aún, a veces, verbal, de la Iglesia a la situación imperante.

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Pero el juicio de Dios rige para la Iglesia más que nunca. Si la iglesia de hoy no recobra el espíritu de sacrificio de la Iglesia primitiva, perderá su autenticidad, echará a perder la lealtad de millones de personas y acabará desacreditada como si se tratara de algún club social irrelevante, desprovisto de sentido para el siglo XX.

MARTIN LUTHER KING
16.04.1963

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(¡gracias Inés!)

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