18.5.07

acto 1: el tiro del final

Pienso más y más
si no sería mejor poner
punto con bala a mi fin.
Hoy,
por si acaso,
doy un concierto de despedida.
Un cuarto de hora pasadas las 10 de la mañana del 14 de abril de 1930, el hombre de la blusa amarilla, sacó el arma y se pegó un tiro en el pecho, en la intimidad de su estudio del callejón Lubianski.
Mi corazón busca el balazo, y la garganta
delira con una navaja.
Tal vez sostuvo el arma en la caída; tal vez, no. El mismo revólver español y la misma escena (nexos en el espejo del tiempo) de aquel otro suicidio que ensayara frente a las cámaras, doce años atrás, con la piel de aquel poeta inventado Ivan Nov.

Sólo la brisa leve que levantó su cuerpo en la caída, atinó a amontonar, contra un rincón oscuro, los últimos versos del poeta Vladimir Maiakovski.
Por el carrillo rasposo de las calles,
resbalando como lágrima inútil,
yo,
quizá sea
el último poeta.
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Cuando el camarada Yakov Agranov, juez de instrucción y jefe del Departamento de Asuntos Secretos del Comité de Seguridad de la Unión Soviética, tomó conocimiento de la muerte del dramaturgo georgiano, cabeza del futurismo y Poeta de la Revolución, supo que tenía que actuar rápido.

Maiakovsky había caído en desgracia con la burocracia soviética y su última obra teatral, “Los baños”, había sido un fracaso tan grande que Vladimir Yemilov, presidente de la Asociación de Escritores Proletarios (uno de los obsecuentes de turno), había podido firmar en Pravda que la obra del poeta calumniaba a la clase obrera. La historia hundiría a Maiakovsky en el olvido, pensaría Agranov, algo que no se le podría ocurrir que le pasara al Partido que lo tenía de funcionario.

Pero había personas que todavía estaban interesados en el escritor de la blusa amarilla, más aún ahora que estaba muerto. Una era amiga de Agranov. El burócrata cerró la habitación del poeta, no dejó que un solo papel fuera sacado de su estudio y se sentó a esperarla.
Espera mi visita.
Soy puntual,
no tardo nada.
Ella estaba en el exterior, pero retornó, urgente, cuando se enteró de la muerte de aquel que había sido uno de sus grandes amores.

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Lilya Brick, la musa de la vanguardia rusa (el apodo es de Pablo Neruda), llegó finalmente.
Pero allá,
donde el mundo se disuelve en tundra,
donde con el viento norte trafica el río,
en la cadena rasguñaré un nombre: ¡Lilia!
para besarlo en la tiniebla del forzado.

¡Escuchen pues, los que olvidan que el cielo es azul,
erizados
como fieras!
Éste, acaso,
es el amor último del mundo,
amaneciendo como el carmín de un tísico.
Y su amigo Agranov le flanqueó el acceso a los papeles privados del poeta.

(Continúa mañana: la historia de un gran amor)

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