Alejandro Dumas fue un monstruo de la naturaleza. Sus aventuras y la magnitud de su obra superan a los personajes que nacieron de su imaginación. Ya desde antes de nacer, su destino lo embarcaba en peripecias asombrosas, que no cesaron hasta que su cuerpo obeso y voraz se detuvo de golpe.
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Empecemos por señalar que fue el nieto de una esclava caribeña. Y que su padre, hijo de esa negra, había sido vendido por su propio progenitor. Esa terrible saga había empezado cuando a fines del reinado de Luis XV un noble francés que había despilfarrado su fortuna viajó a Santo Domingo, compró una plantación y se procuró una concubina entre las esclavas más bonitas. Se llamaba Marie Cessette. Resultó ser muy inteligente y se convirtió en la administradora de la finca, lo cual le valió el sobrenombre de Marie du Mas (María de la finca). Du Mas se condensó en Dumas. Ella le dio varios hijos, pero el mayor, llamado Thomas Alexandre, era tan vigoroso e ingenioso que su padre le tomó gran cariño, pese a su tez oscura y a su cabello ensortijado.
Un huracán devastó las plantaciones y después una epidemia mató a millares de sobrevivientes, incluida Marie Dumas. Arruinado, el francés decidió regresar a Europa, pero como no tenía dinero para el pasaje, vendió a los hijos que había tenido con Marie. Respecto del mayor, se reservó el derecho de retroventa antes de que pasaran cinco años. En Francia obtuvo una herencia importante y, por culpa o por nostalgia, recuperó a su hijo natural.
Thomas Alexandre, apenas llegado a París, se zambulló en el estudio y también aprendió elegantes modales. Su estatura, agilidad felina y ojos de fuego le dieron notoriedad en salones, ópera y garitos. Después quiso alistarse en el ejército y su padre se enojó: “¡No quiero que arrastres mi apellido en los últimos escalafones!” “Perfecto –contestó el hijo de la esclava–; me alistaré con el apellido Dumas.”
Las peripecias de Thomas Alexandre Dumas en el cuartel estuvieron plagadas de extravagancias que después inspiraron a su hijo escritor. Atravesó la toma de la Bastilla, los desórdenes de la revolución y el fanatismo por las decapitaciones. Se enamoró de Marie-Louise, una belleza que se rindió enseguida ante ese mulato seductor que sabía de memoria parrafadas de César y Plutarco, era un espadachín invencible y era capaz de cargar tres hombres sobre sus espaldas.
Las aventuras bélicas del dominicano causaron sensación desde que pudo atrapar él solo a trece soldados austríacos. Poco después de casarse tuvo que seguir en campaña y debió marchar de un frente a otro, con exhibiciones de coraje, picardía y magnanimidad (que algunos fanáticos llamaron antipatrióticas). Bonaparte, advertido de su talento, lo incorporó a sus huestes y después lo llamó a Italia para que fuera gobernador en Trevise, donde trabajó con tanta honestidad y eficiencia que sus habitantes lo saludaban como el “Benefactor”.
Más adelante fue llevado por Bonaparte a Egipto. Después de la batalla de las Pirámides y la triunfal entrada en El Cairo, se permitió criticar el absurdo de esa campaña. Napoleón le reprochó su actitud y Thomas Alexandre Dumas, sin perder la calma, replicó: “Sí, dije que por la gloria y el honor de la patria yo daría la vuelta al mundo, pero si sólo se tratara de un capricho suyo, no daría un solo paso”. Bonaparte le contestó, firme: “Quien no cree en mi fortuna es ciego”. Y se convirtieron en enemigos para siempre.
Se embarcó de regreso a Francia, fue apresado en un naufragio y enterrado en una cárcel del reino de Nápoles. Padeció envenenamientos y una torpe sangría que le seccionó un nervio del pie. Cuando pudo regresar, lisiado y sordo, estaba irreconocible. Dedicó lo poco que le quedaba de vida a su pequeño hijo de ojos azules, en quien incrustó sus aventuras, que luego se iluminarían en páginas inmortales. Cuando murió y le explicaron que se había ido al cielo por voluntad de Dios, el pequeño Alejandro, inconsolable, fue a buscar una escopeta para matar a Dios.
Presenció la caída de Napoleón, el ascenso de Luis XVIII y los inútiles reclamos de su madre por una pensión modesta. Alejandro se las arreglaba y hacía amigos por su habilidad de cazador. Pronto descubrió también su ingenio en la escritura y el poder hipnótico de la poesía. No le resultaba difícil enamorar mujeres y decidió apelar a cualquier recurso para vestir con elegancia. Vio una representación de Hamlet y salió transformado. Estudió papeles de memoria y consiguió ser aceptado como actor y luego como director en su aldea natal. Su buena letra le permitió obtener un puesto de escribiente notarial en París, donde inició su ardua y enseguida prolífica etapa de dramaturgo. Un día le confiaron que el duque de Orleáns buscaba un empleado de confianza para copiar documentos secretos. Su Alteza lo recibió con estas palabras: “Es usted el hijo de un valiente a quien, según parece, Bonaparte dejó morir de hambre, ¿no es cierto?” Alejandro asintió sin hacer comentarios y el duque lo contrató. Se tornó amigo de su hijo y, pese a sus ideales republicanos, estuvo cerca del trono cuando el duque se convirtió en rey.
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Las mujeres caían en sus brazos y su departamento se llenaba de flores. Repartía su tiempo entre las aburridas copias de la oficina y sus aceleradas creaciones, entre las amantes que atendía y los mensajes inspirados que las hacían suspirar, entre los ensayos y las corridas tras sus editores. Su agilidad no era de este mundo. Además, se hacía tiempo para su madre, a la que adoraba. Luego siguieron sus novelas, que lo llevaron a la cumbre. Su producción era industrial.
Fue amigo, compinche y rival de Victor Hugo, con inalterable respeto y parpadeos de envidia recíproca. Algo menos, de Balzac. Su amistad con George Sand, más tarde, le hizo un daño a la historia. Fue así: el primer hijo natural de Dumas, también llamado Alejandro, alcanzó fama con su culebrón autobiográfico, titulado La dama de las camelias. que luego Verdi jerarquizaría en La traviata. Igual que el padre, tuvo interminables enredos amorosos, uno de los cuales lo unió a una bellísima noble rusa. La acompañó en su regreso a Moscú, pero su marido, enterado, le bloqueó el cruce de la frontera.
Entonces debió quedarse unos días en Polonia, donde una parienta de Chopin le confesó que guardaba un paquete con las cartas de amor que le había escrito George Sand. Alejandro hijo se lo contó a su padre, quien a su vez se lo trasmitió a la escritora. Ella, ansiosa, le rogó que pagase lo que fuera para recuperarlas. Alejandro Dumas le hizo el favor y George Sand cometió el sacrilegio de quemarlas una a una.
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En Suiza, acompañado por una de sus amantes, conoció a Chateaubriand y Hortense de Beauharnais, madre de Luis Napoleón Bonaparte, que sería luego emperador, y confraternizó con ellos. Lo atacó la fiebre por los viajes y organizó una expedición científica por el Mediterráneo. Un nuevo incidente sentimental casi le hizo perder el barco. Desde Marsella fue a la isla de If, y recorrió sus siniestros calabozos.
Recorrió gran parte de las ciudades costeras italianas. En Nápoles visitó la prisión donde habían maltratado a su padre y disfrutó en el Teatro San Carlo el estreno de la ópera Norma, de Bellini, a cuya cantante sedujo pese a que ella tenía muy cerca al novio. Dumas era tan famoso que lo recibió en Roma el papa Gregorio XVI, quien le preguntó cuál sería su próxima obra. El escritor respondió: Calígula. El Papa tragó saliva, pero le obsequió un rosario con carozos de aceitunas recogidas en el Monte de los Olivos.
Como si no fuera suficiente el río de escritos que generaban sus manos, al volver fundó el diario independiente La Mousqueterie, sobre hechos de actualidad. El lo llenaba en un noventa por ciento. Alejandro Dumas, descendiente de esclavos, supo gozar como pocos de la libertad. Incluso de la de innovar en la literatura y gozar de las más variadas ofertas de la vida.
MARCOS AGUINIS
“El quinto mosquetero”
(la nación, 20/04/07)
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