3.10.07

villeros

Le debo a la Fundación La Ciudad el haber recorrido por primera vez la Villa 21 de Barracas. Objeto de la visita: comprobar los beneficios del trabajo desarrollado por los Guardianes del Riachuelo, vale decir, los catorce muchachos empeñados en la tarea de recolectar, casa por casa, la basura del barrio, previamente separada por los vecinos en dos bolsas distintas, y de colocarla en los volquetes, al alcance del camión recolector que, hasta hace poco, nunca entraba en la villa.

El proyecto, presentado por el grupo de estudio Metrópolis al Sur, fue lanzado en 2002-2003, cuando esa fundación convocó a los habitantes de la cuenca La Matanza-Riachuelo para que respondieran a estas preguntas: “¿La basura es un problema en su barrio? ¿Qué opina de que un sistema de recolección alternativo emplee a los vecinos?”. Como el 95% de los aludidos se pronunció a favor, el gobierno de la ciudad y la Fundación firmaron un convenio que, por lo visto, funciona: la basura, en esa villa al menos, no sólo no va a parar al agua del Riachuelo sino que se recicla. Un ejemplo para los habitantes de otras zonas porteñas, entre cuyas costumbres aún no figura el simple y civilizado gesto de separar sus desperdicios en dos: papeles y cartones por un lado, cáscaras de banana, por otro.

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Imagen inolvidable: por una vía de tren que atravesaba el Riachuelo de orilla a orilla –una vía sin terraplén, pura vía tendida así nomás sobre la corriente quieta–, venía haciendo pininos un muchacho cargado con una canasta. Una servilleta impecable tapaba el contenido. “¿Qué vende?”, le pregunté espeluznada, temiendo el tropezón. “Chipá –me contestó el equilibrista, no sin recorrerme de arriba abajo con una miradita de sorna–. Muy bueno para el colesterol, doña.”

Unos pibes muy serios, de cruz al cuello, poseídos por su papel de Guardianes, nos condujeron por las calles limpias de la villa vieja. Fachadas pintadas de colores; un comedor infantil llamado Amor y Paz, una biblioteca con los libros forrados y etiquetados y un consultorio de dentista, todo ello a cargo de una activa vecina apellidada Funes; una huerta cuidada con esmero, donde hasta hace un tiempito trabajaban las madres para tener verdura, huerta mantenida por un señor Losada (las alusiones a nuestro mundo literario no son imaginarias), ahora quejoso porque el INTA no les manda semillas ni plantines; y un descubrimiento personal de carácter botánico: la hermosa planta silvestre de grandes hojas con garras afiladas y grueso tronco de un gris rosado que cubre las orillas del Riachuelo lleva por nombre “ricino”. No puedo asegurar que sea la del aceite. En todo caso, alguna vez, en un jardín que tuve, me impresionó el crecimiento repentino de esta planta gigantesca y vagamente inquietante, nacida por su cuenta. “Es la planta que absorbe la suciedad del agua contaminada”, me explicó el hortelano. ¿La naturaleza habrá previsto hasta la degradación debida a la codicia y a la miseria humanas, y habrá hallado el remedio con anticipación?

Mi segunda visita incluyó un encuentro, indispensable, con José María Di Paola, esto es, el joven pero ya legendario padre Pepe, y con el padre Gustavo Carrara, de la Villa 3 y del Barrio Ramón Carrillo, de Villa Soldati. Aunque no suelo conversar con sacerdotes de ningún culto, esta charla no requirió, por mi parte, ninguna adaptación especial: el padre Pepe resultó un muchacho de jogging, con el pelo necesitado de una buena poda; mientras que al padre Gustavo, también joven, la condición sacerdotal no se le nota en otra cosa que en el cuellito blanco. Ambos han sido los delegados del equipo de sacerdotes para las villas de emergencia, encargados de transmitir a Macri y a Filmus, durante el ballottage, un texto titulado Reflexiones sobre la urbanización y el respeto por la cultura villera.

¿Por qué aprovechar ese momento preciso para difundir este texto cuyo título resume lo esencial? “Porque la prensa amarilla aprovechaba la campaña para agitar el tema de las villas como acostumbra hacerlo, dirigida por el interés y destacando lo negativo, mientras que nosotros tenemos una visión positiva basada en la idea de integración urbana, que además figura en la Constitución de la ciudad.”

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“Si urbanización significa que la cultura porteña invada con su vanidad la cultura villera, pensando que progreso es darles a los villeros lo que se supone que necesitan para ser una «sociedad organizada», no estamos de acuerdo –escriben en su texto los sacerdotes–. ¿Por qué pensar que el cambio de apariencias es ya un progreso? ¿Urbanización no será más bien otra cosa que emprolijar la villa para que el resto de la ciudad no chille?”

¿En qué consiste esa cultura que el concepto de “integración” afirma respetar? “La cultura villera es simplemente la rica cultura popular de nuestros pueblos latinoamericanos. La villa tiene cualidades que la sociedad no ve –contesta el padre Pepe–. Significa un aporte y una enseñanza. ¿La gente añora el barrio de antes, la comunicación, la solidaridad? En la villa todo eso se vive hoy.” Y agrega, como dato curioso, que un sacerdote italiano, de paso por esta Villa 21, (sin duda, en su sector establecido, no en el reciente; pero el primero comenzó, como todos, por ser como el segundo, hasta lograr asentarse y convertirse en barrio), la comparó con las ciudades medievales. La estrechez de las calles, la proliferación de pequeños artesanos –zapateros, peluqueros, costureras–, el cálido contacto entre vecinos eran los mismos.

Lo que la ciudad puede ofrecer a los vecinos de las villas no difiere de lo que, en principio, ofrece a los demás: trabajo, salud, educación, luz, agua, cloacas. “La villa tiene una cultura propia, popular, que se expresa en el modo de construir y concebir los espacios –insiste el padre Gustavo–. No necesita que le abran calles amplias ni que le entreguen viviendas. No es que la gente no quiera progresar: los fines de semana se juntan para hacer la losa de una casa, y el vecino al que le dan una mano retribuye con un asado. Eso lo pueden realizar solos, pero levantar una escuela, no, y poner la luz, tampoco.”

La imagen del asado colectivo me recuerda cierto pueblito de la provincia de Buenos Aires llamado Los Cardales, hace ya muchos años; la rama que se colocaba ceremoniosamente sobre la última teja, al terminar el techo. El padre Pepe asiente. Es por eso que a ellos les gusta vivir allí: por el mundo de relaciones que se entreteje entre comunidades e individuos, “también desde lo religioso”. Los paraguayos, que en la Villa 21 son mayoría, celebran a la Virgen de Caacupé, los bolivianos, a la de Urcupina o a la de Copacabana. Fiestas de un colorido que debe defenderse a toda costa, “incluyendo las devociones: la del Gauchito Gil, que para los correntinos representa valores tan hondos como el deseo de justicia, o la de San Cayetano, a quien se le pide trabajo porque el que no lo tiene está herido en su dignidad”.

Paraguayos, peruanos, bolivianos... ¿Entonces es verdad que la mayoría de los “villeros” no son argentinos; que vienen de paises limítrofes? ¿Y también que la villa es un centro de droga, tal como lo aseguran la “prensa amarilla” y una gran cantidad de porteños que, manipulados por ese mensaje, ponen el grito en el cielo al evocar la indigencia? “La droga no necesita la villa –me responde, tajante, el curita del jogging–. Y acá los tucumanos y los peruanos conviven en paz. El verdadero Mercosur lo han hecho los pobres. Pobres y desterrados –añade–. Ninguno de ellos viene a Buenos Aires porque quiera, sino para sobrevivir y mejorar. Pero extrañan su tierra y nos aportan sus tradiciones, entre las que se cuenta no mandar al abuelo al geriátrico ni negarle al recién llegado un plato de comida: donde comen diez comen doce.”

Por otra parte, a vivir en Buenos Aires todos tienen derecho. “Existe un destino universal de los bienes. La propiedad privada no es un derecho absoluto, y eso el primero que lo dijo no fue Marx, fue el Evangelio”, manifiesta el padre Gustavo. El Evangelio y el Antiguo Testamento. Durante la crisis de 2001, el rabino “Ale” Abruj creó un comedor, Shalom, en la capilla de la Virgen de Itatí, del barrio Loma Alegre. Los curas de las villas compartieron el pan y la oración con los estudiantes del Seminario Rabínico.

(..)

A una señora de la Villa 3, los funcionarios gubernamentales le dieron a elegir entre un terreno y un departamento. Ella precisaba infinidad de otras cosas, sobre las que nadie se molestó en consultarle, pero no una casa. “¡Si yo ya me la hice, mi casa!”, se asombró la señora.

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Los nazis lo sabían cuando convertían a sus víctimas en números. En mi propio “imaginario”, aquel vendedor ambulante que arriesgaba su vida caminando por la vía sobre las aguas negras nunca podrá volver a integrar la abstracta y, por ende, temible categoría del “villero paraguayo”. Intercambiar con él un par de palabras bastó para transformarlo en lo que es: un chico socarrón, capaz de tomarme el tiempo y el pelo. Acaso la valiosa enseñanza que las villas nos regalan se parezca a esa canasta impecable, en equilibrio precario sobre la cabeza, pero repleta de chipá.

ALICIA DUJOVNE ORTIZ
“La lección de los pobres”

(la nación, 03.10.07)

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