27.12.07

capítulo 2: el otro doctor shock (primera parte)

Seguimos con otro capítulo de “La doctrina del shock” de Naomi Klein


Igual que el departamento psiquiátrico de Ewen Cameron en McGill durante ese mismo período, la Facultad de Economía de la Universidad de Chicago estaba subyugada por un hombre ambicioso y carismático embarcado en una cruzada para revolucionar por completo su profesión. Ese hombre era Milton Friedman.



Si Cameron soñaba con devolver la mente humana a su estado puro, Friedman soñaba con eliminar los patrones de las sociedades y devolverlas a un estado de capitalismo puro, purificado de toda interrupción como pudieran ser las regulaciones del gobierno, las barreras arancelarias o los intereses de ciertos grupos. También al igual que Cameron, Friedman creía que cuando la economía estaba muy distorsionada, la única manera de alcanzar el estado previo era infligir deliberadamente dolorosos shocks; sólo una “medicina amarga” podía borrar todas esas distorsiones y pautas perjudiciales. Cameron usaba electricidad para provocar sus shocks; la herramienta que escogió Friedman fue la política, exigiendo que políticos atrevidos de países con dificultades adoptaran la perspectiva del tratamiento de shock.



Como todas las fes fundamentalistas, la economía de la Escuela de Chicago es, para los verdaderos creyentes, un sistema cerrado. La premisa inicial es que el libre mercado es un sistema científico perfecto, un sistema en el que los individuos, siguiendo sus propios intereses, crean el máximo beneficio para todos. Se sigue ineluctablemente que si algo no funciona en una economía de libre mercado –alta inflación o desempleo- tiene que ser porque el mercado no es auténticamente libre. Tiene que haber alguna intromisión, alguna distorsión del sistema. La solución de Chicago es siempre la misma: aplicar de forma más estricta y completa los fundamentos del libre mercado.



Buena parte del atractivo de la economía de la Escuela de Chicago era que, en unos tiempos en que las ideas de la izquierda radical sobre el poder de los trabajadores ganaban fuerza en todo el mundo, ofrecía una forma de defender los intereses de los propietarios que era igual de radical y estaba imbuida de su propia forma de idealismo.



Los marxistas tenían su utopía trabajadora, y los de Chicago tenían su utopía de emprendedores, y ambos afirmaban que si se salían con la suya, se llegaría a la perfección y al equilibrio.

La cuestión, como siempre, era cómo conseguir llegar a ese lugar maravilloso desde aquí. Los marxistas lo tenían claro: la revolución. Había que librarse del sistema actual y reemplazarlo por el socialismo. Para los de Chicago la respuesta no era tan clara. Estados Unidos ya no era un país capitalista pero, según lo veían ellos, lo era a duras penas. Tanto en Estados Unidos como en todas las supuestas economías capitalistas, los de Chicago veían interferencias por todas partes. Los políticos fijaban los precios para hacer algunos productos más asequibles; fijaban salarios mínimos para que no se explotara los trabajadores y para que todo el mundo tuviera acceso a la educación, que mantenían en manos del Estado. Muchas veces podía parecer que estas medidas ayudaban a la gente, pero Friedman y sus colegas estaban convencidos –y lo “probaron” en sus modelos- de que lo que en realidad hacían era un daño enorme al equilibrio del mercado y perjudicaban la capacidad de sus diversas señales para comunicarse entre ellas.



La auténtica fuente de sus problemas estaba en las ideas de los keynesianos en Estados Unidos, los socialdemócratas en Europa y los desarrollistas en los que entonces se llamaba el Tercer Mundo.

….

… después de la Segunda Guerra Mundial, las potencias occidentales abrazaron el principio de que las economías de mercado debían garantizar un nivel de dignidad básica lo suficientemente alto como para que los ciudadanos desilusionados no se tornaran de nuevo hacia ideologías más seductoras, fueran el fascismo o el comunismo.



El laboratorio más avanzado del desarrollismo fue el extremo sur de América Latina, conocido como el Cono Sur: Chile, Argentina, Uruguay y partes de Brasil. El epicentro fue la Comisión Económica de Naciones Unidas para América Latina con sede en Santiago de Chile, dirigida por el economista Raúl Prebisch desde 1950 a 1963.




Para los dirigentes de las multinacionales estadounidenses, que tenían que lidiar con un mundo en desarrollo cada vez más hostil y unos sindicatos cada vez más poderosos en casa, los años de crecimiento de la posguerra fueron una época inquietante. La economía creíca a buen ritmo, se creó mucha riqueza, pero propietarios y accionistas se veían obligados a redistribuir gran parte de esa riqueza a través de los impuestos que gravaban a las empresas y de los salarios de los trabajadores. Era un arreglo con el que a todo el mundo le iba bien, pero un retorno a las reglas anteriores al New Deal podía hacer que a unos pocos les fuera mucho mejor.



En primer lugar los gobiernos deben eliminar todas las reglamentaciones y regulaciones que dificulten la acumulación de beneficios. En segundo lugar deben vender todo activo que posean que pudiera ser operado por una empresa y dar beneficios. Y en tercer lugar deben recortar drásticamente los fondos asignados a programas sociales. Dentro de la fórmula de tres partes de desregulación, privatización y recortes, Friedman tenía muchas salvedades. Los impuestos, si tenían que existir, debían ser bajos y ricos y pobres debían pagar la misma tasa fija. Las empresas debían poder vender sus productos en cualquier parte del mundo y los gobiernos no debían hacer el menor esfuerzo por proteger a las industias o propietarios locales. Todos los precios, también el precio del trabajo, debían ser establecidos por el mercado. El salario mínimo no debía existir. Como cosas a privatizar, Friedman proponía la sanidad, correos, educación, pensiones en incluso los parques nacionales. En resumen, abogaba de forma bastante descarada por el abandono del New Deal, a aquella incómoda tregua entre el Estado, las empresas y los trabajadores que habían impedido que se produjera una revolución popular tras la Gran Depresión.



Aunque no tenía muchas ganas de revocar el keynesianismo en casa, Eisenhower resultó más que dispuesto a emprender medidas rápidas y radicales para derrotar al desarrollismo en el extranjero. Fue una campaña en la que la Escuela de Chicago acabaría jugando un papel fundamental.



No había que dejarse engañar por el aspecto democrático y moderado de estos gobiernos, afirmaban estos halcones: el nacionalismo del Tercer Mundo era el primer paso en el camino hacia el comunismo totalitario y había que acabar con él antes de que echara raíces. Dos de los principales defensores de esta teoría fueron Foster Dulles, el secretario de Estado de Eisenhower, y su hermano Allen Dulles, director de la recién creada CIA. Antes de ocupar cargos públicos, ambos habían trabajado en el legendario bufete de abogados Sullivan & Cronwelll, de Nueva York, donde habían representado a muchas de las empresas que más tenían que perder con el desarrollo, entre las cuales se contaban J.P. Morgan & Company, la International Nickel Company, la Cuban Sugar Cane Corporation y la United Fruit Company. Los resultados de la influencia de los Dulles fueron inmediatos: en 1953 y 19543 la CIA lanzó sus dos pprimeros golpes de Estado, ambos contra gobiernos del Tercer Mundo que se identificaban mucho más con Keynes que con Stalín. (Irán y Guatemala)




“Lo que hay que hacer es cambiar la formación de los hombres, influir en la educación, que es nefasta”.
ALLBION PATTERSON, director de la Administración para la Cooperación Internacional en Chile, a un colega en 1953.




Los dos hombres (Patterson y Theodore W. Schultz) diseñaron un plan que convertiría Santiago, un semillero de la economía centrada en el Estado, en lo opuesto, un laboratorio para experimentos de vanguardia sobre el mercado, ofreciendo así a Milton Friedman lo que deseaba desde hacía tanto tiempo: un país en el que poner a prueba sus queridas teorías. El plan original era sencillo: el gobierno estadounidense pagaría para enviar a estudiantes chilenos a aprender economía en lo que prácticamente todo el mundo reconocía que era el lugar más rabiosamente anti “rosa” del mundo: la Universidad de Chicago.

5 comentarios:

Anónimo dijo...
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