12.12.07

elizabeth short: la dalia negra (I)

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Los japoneses se estaban rindiendo en el Pacífico y la Segunda Guerra Mundial cerraba su último frente de combate. Morir en ese momento de la contienda era, algo así, como una macabra burla del destino. Quiero empezar con esta circunstancia y con un hecho: la muerte del mayor Matt Gordon, al estrellarse su avión sobre la India.

¿Por qué la muerte de un hombre (una nota al margen en una guerra dónde murieron millones) es el inicio de esta historia? Porque si ese avión hubiera llegado a destino y Gordon hubiera cumplido su promesa de casamiento con Elizabeth Short, la joven de la que se enamoró en el año nuevo de 1945, muy probablemente, la leyenda de la Dalia Negra no habría existido.

Hasta entonces, Short era una de esas chicas bonitas que flirteaban con cuanto hombre apuesto cruzara a su lado, no exento de cierto candor y encanto adolescente. Había deambulado de una ciudad a otra de los Estados Unidos, desde su natal Hyde Park, en Massachussets, donde había nacido el 29 de julio de 1924.

Perdió a Cleo, su padre, siendo una niña. En la Depresión, el hombre saltó de un puente, tras la quiebra de empresa de construcción de campos de golf miniatura. No encontraron su cuerpo. Elizabeth se crió con su madre, Phoebe, quien un día recibió un llamado desde California: Cleo. El “difunto” había simulado su muerte, para salvarse de las deudas y tras varios años de conveniente silencio, pedía retornar a familia. Phoebe le contestó que no quería saber nada con él.

Debido a sus recurrentes ataques asmáticos, ya con 16 años, Elizabeth pasa el invierno en Miami, en casa de unos amigos de la familia. Allí se empleó como mesera. Tres años después, cruzó los Estados Unidos para vivir con su padre en Vallejo, una ciudad cercana a San Francisco, en pos de concretar su sueño de triunfar en Hollywood.

Su padre creyó que tendría alguien que hiciera las tareas del hogar, pero Elizabeth no era de esa clase de chicas. Se buscó un empleo en la oficina de correos de la base militar de Camp Cooke, donde levantaba suspiros y piropos a su paso. Pero esos días de seducción culminaron tras su arresto por ebriedad, tras lo cual la menor fue enviada de regreso a su hogar en Melford.

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Con la mayoría de edad, Elizabeth Short vaga por Estados Unidos. Jazz y hombres, dos lugares comunes de esos días. Entonces, llega el fin de año de 1944 y conoce al mayor Gordon, piloto de los Tigres Voladores. “Él es maravilloso, no es como los otros. Me preguntó si quiero casarme con él”.

Espera su regreso del campo de batalla y se ilusiona con las noticias del fin de la guerra que prometen la vuelta del aviador y su boda. En su lugar, recibe la noticia de la muerte de su prometido, en una breve carta de la que podría haber sido su suegra. “Mi compasión está contigo”.

¿Cuántas veces habrá leído ese telegrama? ¿Cuántas noches pasó en silencio, releyendo las cartas, comprendiendo que su vida había perdido cualquier atisbo de felicidad, desde ese mismo momento? Me atrevo a decir que en esos días de duelo, nació la leyenda de la Dalia Negra.

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Cuando regresa a Miami, Elizabeth Short acorta la trayectoria hacia su muerte, en una sucesión de hombres, todos ocasionales, todos leves, que se sienten halagados de llevarla del brazo o pagarle una cena. Algunos dicen que se prostituía; pero no existen pruebas suficientes de esa afirmación. (Posteriormente a su muerte, las autopsias sugieren, para algunos biógrafos, que Short tenía una malformación vaginal y que eso podría explicar este flirteo sin sexo que se repetirá en el futuro).

A mediados de junio de 1946, conoce a un teniente de la Fuerza Aérea, Gordon Flickling pero la relación no prospera. Él no puede soportar los coqueteos de Short y acepta un puesto de piloto comercial en Carolina del Norte. Seguirá carteándose con ella y hasta le mandará dinero, US$100, que Short recibirá un mes antes de su muerte.

Elizabeth viste bien pero pasa hambre. En la mesa de autopsia, se descubrirá que sus dientes están severamente cariados, arreglados en forma precaria con cera. Viste bien y llama la atención la blancura de su piel contrastando con sus cabellos oscuros. Algunos dicen que en ese tiempo es cuando gana el apodo de la Dalia Negra, evocando “La Dalia Azul”, una película de cierta fama en esos días. Para otros, ni ese seudónimo le pertenece: es un invento de la prensa amarilla, cuando su cuerpo mutilado acapara las primeras planas.

Se muda de un lugar a otro. No le alcanza para pagar el dólar diario de la habitación que comparte con otras 8 chicas, mujeres que sueñan triunfar tanto como Short. Suelen verla merodeando por Hollywood Boulevard. Seguramente en esas calles, la levanta Robert Manley, el último hombre que la vio con vida, un pelirrojo casado que se confiesa su amigo y que asegura no haber tenido relaciones sexuales con ella, pese a pasar una noche, en un motel, con ella dormida sobre su falda.

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La última vez que la ve con vida, es el 9 de enero de 1947, cuando la deja en el lobby del Biltmore, un lujoso hotel, dónde se encontraría con su hermana.

Seis días después, Betty Bersinger paseaba a su beba de tres años por Norton Avenue, una calle de Los Angeles, cuando un maniquí tirado en un baldío, llamó su atención. El muñeco tenía el cuerpo partido al medio y los brazos sobre su cabeza. Bersinger tuvo que mirar dos veces para darse cuenta que eso no era un maniquí.

Sólo entonces gritó y corrió espantada.

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