3.12.07

la doctrina del shock

Finalmente tenemos entre manos el nuevo libro de Naomi Klein, “La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre”, editorial Paidós. El libro es fundamental para entender estas épocas de avaricia desmedida y violencia irracional. Klein logra unir los puntos que van desde Chile en 1973 hasta la reciente invasión a Irak (pasando por Argentina, Sudáfrica, Rusia, China, Polonia, los Tigres Asiáticos). La virtud del libro de Naomi Klein es que no es un panfleto: es un trabajo documentado, con referencias bibliográficas que certifican la seriedad conque está encarado. En suma, no dejamos de recomendarlo (como hiciéramos con “No logo”, su libro anterior) como uno de los principales aportes para entender esta mundo en estado de descomposición.

Si usted es de los que descreen en las teorías de las conspiraciones y se dice: “Mirá si se van a juntar unos tipos a pensar cómo te vamos a cagar”, bueno, sugiero comprar este libro, porque Naomi Klein le pone nombres y apellidos (desde Milton Friedman en adelante), nombres que se repiten, una y otra vez, en cada experiencia catastrófica del modelo neoliberal aplicado en cada punto del globo.

A modo de apoyo de este libro, desde esta página iremos transcribiendo los párrafos más interesantes, siguiendo nuestro tiempo de lectura del libro. Estos párrafos no agotan la vital información que Klein vierte en un libro de casi 600 páginas.

Iniciamos esta cruzada por “La doctrina del shock” con los párrafos seleccionados del primer capítulo: “La nada es bella. Tres décadas borrando y rehaciendo el mundo”
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“Por fin hemos limpiado Nueva Orleáns de los pisos de protección oficial. Nosotros no podíamos hacerlo, pero Dios sí”.
RICHARD BAKER, congresista republicano de Nueva Orleáns

-¿Qué les pasa a estos tipos de Baton Rouge? Esto no es una oportunidad. Es una maldita tragedia. ¿Están ciegos o qué?
-No, no están ciegos. Son malvados. Tiene la vista perfectamente sana.
Diálogo entre un hombre mayor y una madre con dos niños, en la cola de un refugio tras el desastre del huracán en Nueva Orleáns.

Estos ataques organizados contra las instituciones y bienes públicos, siempre después de acontecimientos de carácter catastrófico, declarándolos al mismo tiempo atractivas oportunidades de mercado, reciben un nombre en este libro: “capitalismo del desastre”.

En uno de sus ensayos más influyentes, (Milton) Friedman articuló el núcelo de la panacea táctica del capitalismo contemporáneo, lo que yo denomino doctrina del shock. Observó que “sólo una crisis –real o percibida- da lugar a un cambio verdadero. Cuando esas crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo depnedne de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que ésa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable”.

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Desde hace varias décadas, siempre que los gobiernos han impuesto programas de libre mercado de amplio alcance han optado por el tratamiento de choque que incluía todas las medidas de golpe, también conocido como “terapia de shock”.

“Para nosotros, el miedo y el desorden representaban una verdadera promesa”.
MIKE BATTLES, ex agente de la CIA, propietario de una empresa de seguridad refiriéndose a la situación de su empresa tras la invasión de Estados Unidos a Irak.

Al parecer, los atentados del 11 de septiembre le habían otorgado luz verde a Washington, y ya no tenían ni que preguntar al resto del mundo si deseaban la versión estadounidense del “libre mercado y la democracia”: ya podían imponerla mediante el poder militar y su doctrina de shock y conmoción.

Esta forma fundamentalista del capitalismo siempre ha necesitado de catástrofes para avanzar.

Algunas de las violaciones de derechos humanos más despreciables de este siglo, que hasta ahora se consideraban actos de sadismo fruto de regímenes antidemocráticos, fueron de hecho un intento deliberado de aterrorizar al pueblo, y se articularon activamente para preparar el terreno e introducir las “reformas” radicales que habrían de traer ese ansiado libre mercado.

La doctrina del shock económica necesita, para aplicarse sin ningún tipo de restricción –como en Chile de los años setenta, China a finales de los ochenta, Rusia en los noventa y Estados Unidos tras el 11 de septiembre-, algún tipo de trauma colectivo adicional, que suspenda temporal o permanentemente las reglas del juego democrático.

El término “complejo del capitalismo del desastre” la describe con más precisión; tiene tentáculos más poderosos y llega más lejos que el complejo industrial-militar contra el que Dwight Eisenhower lanzó sus advertencias al final de su mandato.

El objetivo último de las corporaciones que animan el centro de este complejo es implantar un modelo de gobierno exclusivamente orientado a los beneficios (que tan fácilmente avanza en circunstancias extraordinarias) también en el día a día cotidiano del funcionamiento del Estado; esto es, privatizar el gobierno.

El papel del gobierno en esta guerra sin fin ya no es el de un gestor qu se ocupa de una red contratistas, sino el de un inversor capitalista de recursos financieros sin límite que proporciona el capital inicial para la creación del complejo empresarial y después se convierte en el principal cliente de sus nuevos servicios.

“Irak fue mejor de los que esperábamos”.
De una analista de mercados comentando los resultados financieros de Halliburton.

Friedman se consideraba un “liberal”, pero sus discípulos estadounidenses, que relacionaban el liberalismo con elevados impuestos y hippies, tendieron a identificarse como “conservadores”, “economistas clásicos”, “defensores del libre mercado”, y más tarde, seguidores de las “reaganomics” o del “laissez-faire”. En la mayor parte del mundo son conocidos como neoliberales, pero a menudo se utilizan los términos “libre mercado” o, sencillamente, “globalización”. Únicamente desde mediados de los años noventa, este movimiento intelectual dirigido por los think tanks de extrema derecha con los que Friedman trabajó durante varios años –como Heritage Fundation, Cato Institue o American Enterprise Institute- empezó a autodenominarse “neoconservador”, un enfoque que ha enrolado toda la potencia del ejército y de la maquinaria militar al servicio de los propósitos del conglomerado empresarial.

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Todas estas reencarnaciones comparten un compromiso para con una trinidad política: la eliminación del rol público del Estado, la absoluta libertad de movimientos de las empresas y un gasto social prácticamente nulo.

En todos los países en que se ha aplicado las recetas económicas de la Escuela de Chicago durante las tres últimas décadas se detecta la emergencia de una alianza entre unas pocas multinacionales y una clase política compuesta por miembros enriquecidos; una combinación que acumula un inmenso poder, con líneas divisorias confusas ente ambos grupos.

El término más preciso para definir un sistema que elimina los límites en el gobierno y el sector empresarial no es liberal, conservador o capitalista sino corporativista. Sus principales características consisten en una gran transferencia de riqueza pública hacia la propiedad privada –a menudo acompañada de un creciente endeudamiento-, el incremento de las distancias entre los inmensamente ricos y los pobres descartables, y un nacionalismo agresivo que justifica un cheque en blanco en gastos de defensa y seguridad. Para los que permanecen dentro de la burbuja de extrema riqueza que este sistema crea, no existe una forma de organizar la sociedad que dé más beneficios. Pero dadas la obvias desventajas que se derivan para la gran mayoría de la población que está excluida de los beneficios de la burbuja, una de las características del Estado corporativista es que suele incluir un sistema de vigilancia agresiva (de nuevo, organizado mediante acuerdos y contratos entre el gobierno y las grandes empresas), encarcelamientos en masa, reducción de las libertades civiles y a menudo, aunque no siempre, tortura.

La tortura, o por utilizar el lenguaje de la CIA, los “interrogatorios coercitivos”, es un conjunto de técnicas diseñado para colocar al prisionero en un estado de profunda desorientación y shock, con el fin de obligarle a hacer concesiones contra su voluntad. La lógica que anima el método se describe en dos manuales de la CIA que fueron desclasificados a finales de los años noventa. En ellos se explica que la forma adecuada para quebrar “las fuentes que se resisten a cooperar” consiste en crear una ruptura violenta entre los prisioneros y su capacidad para explicarse y entender el mundo que los rodea.

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“Se produce un intervalo que puede ser extremadamente breve, de animación suspendida, una especie de shock o parálisis psicológica. Esto se debe a una experiencia traumática o subtraumática que hace estallar, por así decirlo, el mundo que al individuo le es familiar, así como su propia imagen dentro de este mundo. Los interrogadores experimentados saben reconocer ese momento de ruptura y saben también que en ese intervalo la fuente se mostrará más abierta a la sugerencias, y es más probable que coopere que en la etapa anterior al shock”.
De un manual de tortura de la CIA

Así funciona la doctrina del shock: el desastre original –llámese golpe, ataque terrorista, colapso del mercado, guerra, tsunami o huracán- lleva a la población de un país a un estado de shock colectivo. Las bombas, los estallidos de terror, los vientos ululantes preparan el terreno para quebrar la voluntad de las sociedades tanto como la música a toda potencia y la las lluvias de golpes someten a los prisioneros en sus celdas.

“En mi opinión, el mayor error consiste en creer que es posible hacer el bien con el dinero de los demás”.
Consejo de MILTON FRIEDMAN al dictador AUGUSTO PINOCHET en 1975.

Este libro es un desafío contra la afirmación más apreciada y esencial de la historia oficial: que el triunfo del capitalismo nace de la libertad, que el libre mercado desregulado va de la mano de la democracia. En lugar de eso, demostraré que esta forma fundamentalista del capitalismo ha surgido en un brutal parto cuyas comadronas han sido la violencia y la coerción, infligidas en el cuerpo político colectivo así como en innumerables cuerpos individuales. La historia del libre mercado contemporáneo –el auge del corporativismo, en realidad- ha sido escrita con letras de shock.

Cualquier intento de responsabilizar a determinadas ideologías de los crímenes cometidos por sus seguidores debe plantearse con absoluta prudencia. Es demasiado fácil afirmar que la gente con la que no estamos de acuerdo no sólo se equivoca, sino que también son tiranos, fascistas y genocidas. Pero también es cierto que algunas ideologías constituyen un peligro para la sociedad, y que deben ser identificadas como tales. Me refiero a las doctrinas fundamentalistas y reconcentradas, incapaces de coexistir con otros sistemas de creencias. Sus seguidores deploran la diversidad y exigen mano libre para poner en marcha su sistema perfecto. El mundo tal y como es debe ser destruido, para que su pura visión pueda crecer y desarrollarse debidamente. Arraigadas en las fantasías bíblicas de grandes inundaciones y fuegos místicos, esta lógica lleva ineludiblemente a la violencia. Las ideologías peligrosas son las que ansían esa tabla rasa imposible, que sólo puede alcanzarse mediante algún tipo de cataclismo.

Generalmente, los sistemas que claman por la eliminación de pueblos y culturas enteros con el fin de satisfacer una visión pura del mundo son aquellos que profesan una extrema religiosidad y que proponen la segreación racial.

No estoy afirmando que todas las formas de la economía de mercado son violentas de por sí. Es perfectamente posible poseer una economía de mercado que no exija tamaña brutalidad ni pida un nivel tan prístino de ideología pura. Un mercado libre, con una oferta de productos determinada, puede coexistir con un sistema de sanidad pública, escolarización para todos y una gran porción de la economía –como por ejemplo una compañía petrolífera nacionalizada- en manos del Estado. También es posible pedirles a las empresas que paguen sueldos decentes, que respeten el derecho de los trabajadores a formar sindicatos, y solicitar a los gobiernos que actúen como agentes de redistribución de la riqueza mediante los impuestos y las subvenciones, con el fin de reducir al máximo las agudas desigualdades que caracterizan al Estado corporativista. Los mercados no tienen por qué ser fundamentalista.

Keynes propuso exactamente esta combinación de economía regulada y mixta después de la Gran Depresión, una revolución en las políticas públicas que dio lugar al New Deal y a transformaciones parecidas en todo el mundo. Era exactamente el sistema de compromisos, equilibrios y controles que la contarrevolución de Friedman se dispuso a desmantelar metódicamente en todo el mundo. Bajo este prisma, la Escuela de Chicago y su modelo de capitalismo tienen algo en común con otras ideologías peligrosas: el deseo básico por alcanzar una pureza, una ideal, una tabla rasa sobre la que construir una sociedad modélica y creada para la ocasión.

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