“Durante la época de Mussolini, no hacía sino eso. No tenía dinero para comprar nada. Me conformaba con admirar las caras de las divas del fascismo en los afiches. Me acuerdo de una de ellas, Greta Gonda, una actriz hoy olvidada. Yo no tenía mucho sentido crítico en esos años no sólo porque era muy chico sino porque no había tenido oportunidad de ver sino esas revistas. La Gonda me parecía una deidad. Pero el rostro, en realidad, era una especie de mascarón de proa, cubierto quién sabe por cuántas capas de un maquillaje espeso. Hasta que un día, derrotado el fascismo, encontré en el diario comunista L´Unità una fotografía de La terra trema, de Visconti. Fue como si me hubiera fulminado un rayo. Era algo totalmente distinto de lo que había admirado hasta entonces. Sentí que entraba en un mundo nuevo, que contradecía todo lo que yo pensaba que era el arte."
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En 1951, Visconti lo llamó un jueves: le dijo que el lunes siguiente iban a empezar a filmar Bellísima , con Anna Magnani y Walter Chiari, y le encargó el vestuario. Tosi se animó a decirle que no había tiempo para hacer ningún boceto. La respuesta que le dio Visconti le sirvió para explicarse por qué el director lo había llamado a él, un novato, y no a un vestuarista experimentado. El director no quería que se hiciera ningún boceto ni que se recurriera a ninguna sastrería. Neorrealismo puro. Tosi debía leer el libreto, después, caminar por la calle y observar cómo iba vestida la gente. En cuanto pensara que las prendas de un peatón podían corresponder a las de uno de los personajes en tal o cual escena, debía dirigirse a ese hombre o a esa mujer y pedirle que le vendiera la ropa para el film. Visconti enfatizó: "Y me trae todo caliente". Además, Luchino le dijo que no debía lavar la ropa, así parecería usada. Desde ese primer trabajo, Tosi comprendió que la tela, el material, es lo primero que debe decidirse. El resto viene después.
"En una ocasión, vi a una mujer en el centro de la ciudad que llevaba un vestido de lino blanco. Me pareció ideal para caracterizar a la maestra de declamación de Bellísima. Lo compré. Fue como si hubiera leído la mente de Visconti. Al día siguiente, me dijo que había pensado en un tailleur de lino blanco para ese personaje. Con satisfacción, le dije que ya lo tenía. "¡Bravo!", me contestó. Pero nada es perfecto. Había tenido la mala suerte de dar con una mujer muy prolija que tenía el vestido impecable, lavado y planchado, como recién salido de manos de la modista. Cuando fuimos a filmar, Luchino señaló: "Tiene que parecer amarillento, ajado". Me fui a una cocina, calenté varias pavas de agua, hice té. Volqué todo en una pileta y puse el traje adentro. Lo saqué y lo colgué para secarlo. Tenía justo el tono que quería Visconti. Piense usted que estábamos filmando en blanco y negro. La diferencia de matices era algo que sólo él, yo y algún espectador malévolo podíamos notar.
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"Magnani está maravillosa como madre de la chiquita en esa película. Era una mujer que sólo podía hacer cierto tipo de papeles y debía ser dirigida con mano de hierro. Con Visconti, era dócil como un perrito faldero. Estaba enamorada de él como lo estaban todas las mujeres que trabajaban a sus órdenes. Luchino tenía una enorme confianza en Anna. De pronto, a ella se le ocurrían cosas imprevistas y muy inspiradas. En Bellísima, por ejemplo, hay una escena en la que está preparando a su hija para que recite y, mientras se filmaba, sin haberlo ensayado nunca, sin que Visconti le hubiera dado instrucciones, se miró al espejo y se quedó contemplándose con una mirada amarga, analítica, llena de dudas, como si se confesara. Son apenas unos segundos, pero le dieron a la interpretación una densidad que ninguna actriz hubiera aportado.
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"Luchino había pensado que el escenario y los trajes tenían que verse como una fusión de Longhi, el pintor veneciano del siglo XVIII, y de Giorgio Morandi, uno de los artistas italianos más importantes del siglo XX. Los colores debían ser sobre todo los de Morandi, más bien suaves. Visconti le había ofrecido a Morandi que él realizara todos los aspectos visuales de la versión, pero éste le había contestado que jamás iba al teatro y no se sentía capacitado para una tarea semejante. Ante la insistencia de Visconti, aceptó ver los bocetos una vez realizados y dar su opinión. Una vez que Luchino y yo tuvimos hechos los dibujos, viajé a Bolonia para mostrarle todo a Morandi. En realidad, yo no estaba del todo de acuerdo con las decisiones de Visconti. Le había dado a conocer mi parecer, pero él no me había hecho caso. Cuando me encontré con Morandi y éste vio la carpeta, me dio la razón. Entonces le pedí que escribiera en cada hoja de papel donde estaban dibujados los escenarios y las ropas, lo que, según él, debía ser cambiado y pusiera su firma en cada página. Lo hizo. Cuando regresé y Visconti abrió la carpeta, miró aquellas observaciones y aceptó, sin comentarios, todo lo que antes había rechazado”.
La locandiera tuvo un éxito extraordinario y el espectáculo salió en gira por Europa. La noche de la première en París, según cuenta Tosi, estaba toda la alta sociedad desde los duques de Windsor, los vizcondes de Noailles y los Rothschild, hasta la Begum, la esposa del Aga Khan y Jean Cocteau. También se encontraban las estrellas de la época: Laurence Olivier y Vivien Leigh, Gloria Swanson, Jean-Louis Barrault, Edwige Feuillère, Jean Marais. De pronto, llegó Gina Lollobrigida. Rina Morelli, "la locandiera", era una gran actriz, pero sabía que no era hermosa. Tosi, que estaba en el camarín de Rina, asistió al momento en que alguien cometió la indiscreción de comentarle la presencia de Gina: "Cuando la Morelli se enteró de que en la sala estaba ?Lollo´, exclamó con desaliento: ?¡Ah!´ Y mientras se miraba al espejo, se lamentó: ?Ella debería haber hecho este papel´. La actuación de Rina en esa función fue memorable, pero hizo algo que jamás volvería a hacer. Al final de la obra, tenía una escena estupenda. Debía decir un monólogo mientras planchaba y, en cierto momento, sus palabras se mezclaban con las campanadas de la iglesia, que creaban una sensación espacial y auditiva muy intensa. Rina jamás desobedecía a Visconti. Pero esa noche era como si hubieran crecido su voz y hasta su estatura. Se la veía casi hinchada. Cuando estaba por terminar el monólogo, abandonó el puesto que le había marcado Luchino, se adelantó hasta el proscenio y allí terminó su parrafada, mientras el repique y la luz la envolvían. La música de su voz flotaba por encima de las campanas y fue como si ella misma se hubiera echado a volar. La sala entera se puso de pie y la ovacionó. ?¡Brava, brava!´, le gritaban. Rina se inclinó para saludar. A pocos metros, también de pie, aplaudiéndola, vio a Lollobrigida."
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La realización de Senso le reveló a Tosi la diferencia de criterio entre los europeos y los norteamericanos. Cuando habla de ese episodio, uno puede advertir hasta qué punto ama la belleza romántica, exaltada y hasta qué punto encarna un mundo y una estética en la que el refinamiento, el gusto, estaban signados por las huellas del trabajo y de la sangre de los hombres. Tosi no puede prescindir de la apreciación de las texturas en las obras de arte, necesita que la muerte y la finitud dejen su sello de trágica nobleza en cualquier producción cultural, realizada por otra parte con fanatismo por la perfección. "Luchino insistió tanto para que se contratara a Brando que los productores aceptaron que se le hiciera una prueba. Imagínese usted: una prueba a Brando? Fue inútil. En esos años, Marlon parecía un chico, tenía la sonrisa y la mirada de un chico. Su cuerpo era de proporciones perfectas, algo que después perdió. Una noche, Visconti organizó en su villa de la via Salaria una comida en homenaje a Brando. Marlon se mantuvo más bien silencioso. El salón en el que estábamos había unos pocos peldaños que servían de ingreso al comedor, eso permitía que las mujeres se lucieran al bajarlos. Cuando casi habíamos terminado de cenar, apareció Lucia Bosé, la madre de Miguel, el cantante. Todavía no se había casado con Dominguín. Era en 1954. Nunca hubo una estrella italiana tan hermosa como Lucia en esos años. Tenía una ventaja sobre las otras estrellas: era tísica. Su piel tenía una palidez que sólo la enfermedad produce, pero la fiebre por momentos le arrebolaba las mejillas. Uno veía que un color rosado le brotaba lentamente, como si se inflamara o estuviera iluminada por dentro. Los ojos le brillaban con la luz intensa de las tuberculosas. Ese tipo de hermosura tan frágil y tan apasionada se terminó. Mi querido señor, los antibióticos mataron la belleza". Y después de esa frase inmortal, Tosi continuó satisfecho: "Lucia se sentó al lado de Brando, se sirvió una pera, la peló, la tomó en la mano y se puso a lamerla y a mordisquearla, mientras le clavaba los ojos a Marlon. ¡Usted no se imagina todas las cosas que se le pueden hacer a una pera! ¿Y sabe cuál fue la reacción de Brando? Miró a Luchino y preguntó ?¿Es virgen?´ señalando con un movimiento de cabeza a Lucia".
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Fue durante la realización de Muerte en Venecia . Ella (Silvana Mangano)se alojaba en el Hôtel des Bains, el mismo en el que se hacía la película. Una noche, Silvana y yo estábamos en la habitación de ella. La preparaba para una toma. Abajo, en la terraza, se estaba filmando una escena en la que unos músicos vagabundos, payasescos, tocan y bailan delante de los huéspedes que descansan en la galería. Silvana estaba frente al espejo, en unos minutos debía bajar para interpretar su papel de noble polaca. Elegía las joyas que debía ponerse. De pronto, tuve una sensación de irrealidad. En esa habitación del Hôtel des Bains, una mujer espléndida se vestía para bajar a la recepción. Por la ventana abierta, era verano, llegaban la música y los diálogos de la planta baja y de los jardines, es decir, de los actores que interpretaban a los personajes de Thomas Mann. Por un momento, fue como si, de verdad, yo estuviera contemplando a la madre de Tadzio y hubiera ingresado en el mundo de la novela. La ficción se había hecho realidad. Porque la madre de Tadzio debió de haberse arreglado como Mangano antes de bajar a los salones, pero Mann no lo cuenta. Y yo, durante media hora, asistí a esa ceremonia jamás narrada por el autor, pero que uno, como lector o como espectador del film, se imagina."
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Loren pensaba que su cabeza era chica y que no se correspondía con las proporciones del resto de su cuerpo, entonces se empecinaba en aparecer con arreglos que le dieran más volumen a su pelo. Tosi no estaba de acuerdo con ella y trataba por el contrario de aplastar esa cabellera batida o aumentada por el brushing . Aún hoy, se ríe cuando recuerda las artimañas de Loren: "Fingía que aceptaba mi voluntad. Cuando estábamos a punto de filmar una escena, yo me retiraba detrás de cámara después de darle la última repasada a la ropa, al maquillaje y al pelo de Sofia. Ponían la pizarra delante de la cara de ella para hacer el "chiak" que indicaba el comienzo de la acción y Loren, nunca se sabía cómo, pero usted puede imaginarse que semejante mujer tenía dónde esconder cosas, sacaba un peinecito y con una velocidad y una destreza asombrosas, sin mirarse en ningún espejo, de memoria, se daba tres o cuatro toques en el pelo, se lo inflaba y, al mismo tiempo, me sacaba la lengua para burlarse, en el preciso momento en que las cámaras empezaban a registrarla, según su gusto, con un peinado el doble de grande del que yo había previsto".
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La relación profesional con Fellini fue para Tosi una tortura, más allá de la satisfacción artística: "Los dos éramos indecisos. Los dos, cuando se estaba por empezar a filmar, queríamos cambiar algo. Pero Federico era peor que yo. Ya estaba todo planeado, decidido y, de repente, me decía: ?Tengo una idea´. Y Fellini tenía miles de ideas por hora. Con Visconti, una vez que uno terminaba el trabajo del día, no se volvía a hablar del asunto hasta la jornada siguiente. Además, Luchino nunca dudaba. Tratar con él, era como tratar con un condottiero del Renacimiento. En cambio, Fellini te consultaba todo el tiempo y no daba tregua. Había que estar con él desde la mañana hasta la noche hablando siempre de la película. Me llevaba a casa en un coche, se bajaba, entraba, me seguía hasta mi dormitorio. Yo me desvestía, él no paraba de hablar; yo me metía en la cama, él me arropaba como si fuera su hijo, me daba un beso en la frente y se despedía. "Ciao, Pierino" . Me dormía agotado y, a las cinco y media de la mañana, me despertaba la vocecita aguda de Federico desde el jardín, cuando todo estaba todavía oscuro, que preguntaba: "¿Te despierto, Pierino?" La nuestra era como una historia de amor profesional. El me quería, pero no era correspondido. A pesar de toda la admiración y el cariño que le sentía por él, lo evitaba. Vivíamos cerca y cuando Federico estaba por preparar un film, me buscaba por el centro de Roma y yo me le escapaba. ...l me corría detrás y me decía: "Pierino, ¿me hacés un par de zapatitos?" Hasta llegué a circular disfrazado con peluca, anteojos y solapas levantadas, para que no me reconociera. En una ocasión, le dije que sólo iba a trabajar con él, si no lo veía, si nos comunicábamos únicamente por intermediarios. Le pedí un escritorio aislado. Me consiguió una oficina con una hermosa vista, pero detrás del sillón de mi escritorio, el primer día, noté que había una puerta. La puerta se abrió y apareció Federico. Esa vez, aguanté setenta y dos horas, y yo, que me había ido de la casa de mi madre cuando era un chico, volví a ella desesperado, gritando: “¡Mamá, mamá, ayuda!´ Puede imaginarse..."
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Habló del recelo con el que Pasolini lo llamó para que diseñara la ropa de Medea. Temía que Tosi importara en el mundo pasoliniano el espíritu de Visconti. El diseñador le respondió con un alarde de creación y de imágenes asombrosas: basta ver las corazas de cuero revestidas de piedras y de ramas de los soldados de Medea para comprender la originalidad y el sentido plástico ilimitado de Tosi. No hay el menor signo de decadentismo ni de puesta lírica al modo viscontiano en la ropa de ese film.
El arte y la moda
En esta entrevista, Piero Tosi, uno de los diseñadores teatrales y cinematográficos más importantes del siglo XX, el hombre que creó la imagen de Maria Callas, Sofia Loren y Silvana Mangano, entre otras figuras, cuenta cómo trabajaban Visconti, Fellini y Pasolini, y revela la intimidad de un mundo regido por el afán de perfección y la búsqueda de la belleza
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