Vayamos a una anécdota no de grandes corporaciones, sino de boliches de barrio. Tenía que llevar a mi perro (un beagle, de talla media, pero rompe como un San Bernardo) al veterinario por lo que llamé a mi agencia de remises de confianza, la del barrio, de la que soy (era) un cliente asiduo y pedí un coche, eso sí, advirtiendo que tenía que llevar un perro. Pedí que me confirmaran el viaje para las 10 del día siguiente, avisé que iba a aportar sábanas y mantas para que el pelo del perro no manchara el asiento y me dijeron que no había ningún problema, anotaron el coche para el día siguiente y que me quedara tranquilo e hiciera la plancha.
Dejé todo encargado a mi empleada doméstica, satisfecho con el deber cumplido. Pero, hete aquí, al día siguiente, pasó la hora y el coche no venía. Luego de un lapso prudencial, mi empleada llamó a la agencia y le dijeron muy sueltos de cuerpo que “desde las 7 estoy esperando que algún chofer lo quiera llevar pero nadie quiere. Si viene alguno te aviso”.
Próximos a perder el turno, conseguimos de urgencia una agencia de remise alternativa que llevó al perro a su cita veterinaria. Mientras estaban en ese trámite, llamé a la agencia dónde me confirmaron el viaje y reclamé. “¡Total agencias son las que sobran!” me contestó la empleada de la agencia, antes de cortarme.
Volví a llamar, con la sana intención de insultarla. Reclamé que me habían confirmado un viaje que no podían confirmar, que no me avisaron con antelación y que la señora que me atendía era una maleducada por cortarme. “Bueno… pero la señora que le tomó el pedido ayer no tendría que haberlo hecho porque no podía asegurar nada”. Nuevamente, la táctica que vimos en la gran empresa de seguros: compartimientos estancos. Lo que hace la mina que atiende los llamados a la 7 de la tarde, no tiene nada que ver con la gansa que atiende los de las 7 de la mañana.
El diálogo se tornó caliente y (confieso) dije lo necesario para molestar a mi interlocutora: “Lo que no te das cuenta que son los clientes como yo, los que pagan tu sueldo. Así que ojalá que la agencia quiebre y te quedés sin trabajo”. ¡Ah! ¡Para qué! Toqué un nervio sensible. La Señora Maleducada se brotó y me cortó (otra vez) con un: “¡Mirá que sos una persona de mierda!.
Realizado por haber logrado sacar de quicio a la Inepta al Mando, esperé un rato y volví a llamar para pelearme con el dueño de la agencia. (Aconsejo que cuando estén en uno de esos días, se saquen los nervios insultando a algún responsable de un servicio; es el equivalente a un par de Valiums y no necesitan recetas).
El tipo salió a defender a su Inepta al Mando, lo que revela cómo se maneja la agencia y porqué alguien a cargo de la atención al cliente puede contestar con el nivel de imbecilidad que contestaba esa señora. En algún momento el dueño de la agencia puso el dedo en la llaga: “Está bien… pudimos haberte avisado antes… eso, te acepto, fue un error… pero somos humanos… ¿o vos no te equivocás?”.
Efectivamente, ése fue ÉL error. Y no fue un error involuntario sino de negligencia. Sabían que habían tomado una reserva y ni siquiera se gastaron en llamar a un cliente asiduo para decir que no iban a cumplir con su palabra. Es un error comercial fatal. Y peor aún, es patotear al cliente sin pedir las excusas del caso.
Desde ya que el final de esta historia fue que borré de mi agenda el número de la agencia de remises y busqué una alternativa (que también cayó en la malsana costumbre de confirmar viajes y no cumplirlos al día siguiente, mandando choferes de apuro para algo que estuvo concertado con antelación).
Lo que me llama la atención es que ni el dueño de la agencia ni la empleada que atiende los teléfonos pensaran, ni por un segundo, que sus ingresos mensuales provienen de los clientes como yo, de los tipos que llaman regularmente para pedir un coche. No ver la relación que hay entre tu propia manutención económica y la satisfacción del tipo al que le están vendiendo un servicio, a esta altura, me parece inadmisible. Más aún en una agencia de barrio, de pequeño tamaño, que depende de la fidelidad de sus pocos clientes porque no tiene margen para campañas publicitarias ni una flota de autos importante.
Hay un agravante: en ningún momento pregunté por precios para el viaje ni escondí información (en este caso, no les “metí” el perro). Si la agencia no llevaba perros o si hubiera querido pasarme un precio mayor por las molestias de llevar a un perro, pudieron muy bien avisarlo cuando consulté si podían realizar ese servicio y no hubiera dicho nada.
Pero vivimos en un país absurdo y esta pequeña anécdota es una más del rosario de sandeces con las que uno convive a diario, tonteras que te hacen perder tiempo, ganas, recursos, chicanas absolutamente inútiles y que no le sirven a nadie.
Sin embargo, siguen pasando.
Y van a seguir pasando porque son síntomas de una sociedad en que valores como mantener la palabra empeñada no tiene ningún significado.
Así nos va.
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