22.4.10

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la nación
Reportaje de Adrián Sack a Arturo Pérez–Reverte en el suplemento “ADN” de “La Nación”. Seleccionamos algunos fragmentos notables de esta entrevista

Hay dos tipos de escritor: el que dice: "Quiero escribir, pero no consigo darme cuenta de qué escribir", y el que dice: "Quiero escribir y no encuentro el tiempo para hacerlo". Eso demarca dos tipos de literatura. Y yo soy de este segundo y último tipo. Tengo muchas historias que contar: mi vida es una continua elección entre lo que alcanzaré a contar y lo que morirá conmigo. Hay historias que viven conmigo y se transforman en novela, y otras que jamás llegan a fraguar. Soy alguien con mucho por contar, aunque ahora tengo ya 58 años y por más larga vida que me quede, no sé cuántas novelas podré escribir, tal vez cinco o seis más, así que tengo que elegir con mucho cuidado lo que hago y lo que no hago, porque lo que no haga ya nunca más lo haré, y en lo que sí decido hacer me puedo equivocar.

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Un novelista es producto de una sedimentación de vida; uno escribe sobre la base de lo que ha vivido, leído e imaginado. Yo no soy un escritor de barra de bar o de teoría de café, sino un escritor tardío que demora mucho tiempo en escribir porque ha pasado buena parte de su tiempo viviendo. Por eso mi novela tiene una mirada compleja, a veces dura, a veces cruel, ya que parte de mi vida. Javier Marías y yo, que somos grandes amigos, siempre decimos que somos dos chicos que en el colegio habíamos leído los mismos libros, con la diferencia de que él quería leerlos y yo, vivirlos".

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Pues el más grave (problema) y el único es la implacable crueldad del universo, que es lo que hace posibles hechos como el terremoto de Haití, el hundimiento del Titanic, la Guerra de los Balcanes o el hecho de que un sinvergüenza viole a una mujer y después la degüelle. Yo, al respecto, tengo una teoría, y es que el hombre no es culpable de todo esto, ya que sólo es un instrumento que responde a un juego cruel que se llama vida. Cuando uno observa, como yo lo he hecho, la crueldad del ser humano, el dolor frío del cosmos, la tremenda crueldad de la naturaleza, uno siente una rebelión y una angustia terrible que lo hacen buscar culpables. Es entonces cuando uno mira para arriba buscando a un Dios al que insultar. Pero llega un momento en el que no se ven dioses y a uno le sucede lo mismo que a Ulises, cuando regresa de Troya, que ya no encuentra dioses en los que creer o confiar. Y eso atormenta a cualquiera.

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Escribir es una forma analgésica de asumirlo, de aceptar las reglas del juego, ya que esto, después de todo, es como el ajedrez, donde el peón come al alfil y la torre, a la reina. Entonces, cuando lo asumo, ya no busco un dios al que matar, ni un hombre al que culpar, ni un Pinochet al que sentar en el banquillo. Es una buena forma de consolarme... y ahora que estoy en la etapa final de mi vida, aunque ojalá me falte mucho, la verdad es que quiero morir con serenidad. Aceptar que éstas son las reglas y que todo el sufrimiento que he visto forma parte de ellas. No se trata de resignarse, claro, sino de asumir el hecho.

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Cádiz también me sirvió para desarrollar una teoría que pensé hace algún tiempo, que tiene que ver con la idea de que los hispanos y los latinos en general nos hemos equivocado de Dios. Esto ocurrió en Trento, en ese concilio de donde parten la Reforma y la Contrarreforma. Ahí Europa tuvo que elegir entre dos tipos de Dios: o bien aquel encerrado, turbio, de sacristía e inquisidor, fanático, dictatorial, sombrío y triste de la religión católica, o bien el Dios abierto, moderno, que permite hacer comercio, que deja que haya usura si es honrada y que permite que los libros se publiquen y las ideas discurran.

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Nosotros nos hemos equivocado al elegir al Dios reaccionario, que nos ha tenido esclavizados durante todos estos siglos y que todavía nos sigue teniendo así. Esa apuesta, en mi opinión, la perdimos... y Cádiz fue diferente respecto de España en este sentido, porque parece tener al Dios nórdico, abierto y liberal. Por eso, cuando manejaba todos estos textos, sentí una tristeza profunda, porque una vez más confirmaba que en esta elección España se había equivocado, y que todavía seguimos pagando ese precio.

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Una novela no es un juicio moral. Un novelista no tiene por qué compartir ni la ética ni la estética de sus personajes. Un novelista cuenta historias. El personaje de Tizón me llevó a moverme en la mente de alguien para quien la violencia, la tortura, la inmoralidad y la corrupción representan una forma de vida tan natural como respirar. Mi desafío narrativo, en su caso, fue tratar que el lector, a lo largo de una larga historia, pudiera llegar a identificarse con un terrible hijo de puta como él. Es decir, aposté a la duda acerca de hasta qué punto nosotros mismos tenemos también ese lado oscuro de crueldad que tiene este policía de principios del siglo XIX; quizá no poseemos su cara exterior pero sí, dentro de nosotros, ese conjunto de pensamientos que no llegamos a confesar.

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La corrección política proviene de un desborde de la hipocresía anglosajona. Los pueblos de ese origen nunca les han querido dejar ni un hueco de poder a las naciones que invadieron, y por lo tanto, han exportado esa hipocresía política y social a todas partes. Lo más terrible es que Europa, que ha sido referente moral de todo el mundo, que ha impulsado la revolución ilustrada, que ha sido ejemplo en el mundo del respeto a los derechos humanos, se está plegando de una manera vil y cobarde a todas aquellas normas de etiqueta que provienen del mundo anglosajón. Yo entiendo que en países como Alemania y Holanda, de sangre fría para lo bueno y para lo malo, esas ideas arraiguen con más facilidad. Pero que países de sangre caliente, como España, Italia, Portugal o la Argentina, se plieguen a toda esa mierda es algo que no puedo entender. Estamos siendo colonizados también psicológicamente por esa banda de gilipollas.

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Hay muchos tipos de mujeres en la literatura y todas son honorables, incluso las putas. Excepto Madame Bovary, que era idiota y a quien nunca he podido respetar ni sentir por ella la mínima simpatía... era una estúpida que merecía su final. Pero fuera de este caso, hay muchas que me encantan. Amo a la Milady de Winter de Los tres mosqueteros, o a las chicas de Jane Austen, por ejemplo.

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Con todo respeto hacia las otras, una mujer tiene que ser así: cuando los indios asaltan el fuerte, hay dos tipos de mujer en su interior. La que se echa a llorar sobre los brazos del héroe o la que toma el rifle y se pone a disparar por la ventana. Y a mí, por la vida que he llevado, me gusta más la que se pone a disparar por la ventana, la que es capaz de pelear en un mundo hostil. Desde este punto de vista, la mujer que lucha en un mundo de hombres me parece que es el último gran héroe moderno.

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A diferencia del hombre, que puede caer varias veces y luego levantarse, la mujer es derrotada una sola vez, porque cuando es derrotada, es aniquilada. La mujer en territorio enemigo no puede permitirse derrotas parciales, es una luchadora absoluta.

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Espero que el Bicentenario no se limite, en América y en España, a darnos besos y a decirnos a nosotros mismos: "Qué bien que lo hicimos, qué bien que luchamos por la independencia". Tenemos que recordar que la independencia la hicieron las familias criollas poderosas y que el pueblo estuvo fuera de ellas. El pueblo puso la carne de cañón, las fosas comunes, la carne de matanza... pero el pueblo siempre estuvo lejos del poder, y lo sigue estando doscientos años después.

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Lo que celebraremos es que hace doscientos años un grupo de familias criollas se independizaron y dejaron de pagar impuestos a la metrópoli, para quedarse ellos con todo lo recaudado. Pero la injusticia, la incultura del pueblo, la demagogia y la falta de democracia siguieron en América y continúan todavía hoy. El Bicentenario no liberó a los americanos, porque, ¿en qué ha cambiado la situación de un indio peruano o boliviano?

Reportaje de ADRIÁN SACK a ARTURO PÉREZ–REVERTE.
(la nación, 17.04.10)

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