18.6.10

pecado de egolatría

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ENTRE LA FE Y LA PASIÓN
data: http://www.imdb.com/title/tt1257562

Con el título de teleteatro (“Entre la fe y la pasión”) que tradujeron localmente el más conciso “Hadewijch” (un lugar en el filme pero también una poetisa mística medieval), se estrenó la última película de Bruno Dumont. El filme tiene todos los vicios del cine independiente (morosidad, actores que caminan durante un rato largo, silencios prolongados, finales débiles) pero vale rescatar acá una idea de la trama.

“Hadewijch” es la historia de Céline, una francesita (hija de un ministro) con una fuerte vocación religiosa. Es tal su arrebato místico (que incluye no comer y pasar frío) que atemoriza a las monjas del convento donde vive, obligándolas a abrirle la puerta y sugerirles que encuentre su destino fuera de esos claustros. Céline no abandona su actitud de adolescente jodida y superior (por más piadosa que parezca) y trabará relación con un joven islámico con un hermano religioso y reclutador de terroristas. Desde su extremismo cristiano, el fundamentalismo islámico le cuadra a las mil maravillas a la joven que acepta convertirse en una bomba ambulante.

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Con dificultad, la película llega a un interesante punto para desbarrancarse en el desenlace. Pero nos interesa analizar una película menor sino reflexionar sobre una idea que atraviesa el filme: el pecado de egolatría en el fenómeno místico.

En uno de los primeros diálogos del filme, las monjas del convento tratan de convencer a Céline de que su desobediencia revela falta de humildad y eso no es piadoso. Sus mortificaciones personales no son bien vistas por la comunidad religiosa y, por eso, se deshacen discretamente de ella. La descripción del filme de Dumont sugiere que estas conductas místicas que hoy provocan sorpresa y rechazo, en la antigüedad eran ejemplos vida piadosa. Tal como hoy calificamos de locura al fundamentalismo islámico terrorista.

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Hay otra idea que se desprende del filme y es la que queremos destacar: el egocentrismo del místico. La vida de Céline es, en su pasión por Dios, banal, aburrida, fría, soberbia. En el primer diálogo mencionado de las monjas, una menciona su tendencia a la egolatría. Fuera del convento, Céline se extasía con un coro de jóvenes músicos. El contraste entre la alegría de esos jóvenes y la religiosidad amarga de la protagonista, nos pone sobre aviso de la calidad humana de ese éxtasis.

La religiosidad de Céline es egoísta, la ubica en un plano de superioridad moral a los otros, se considera tan pura en su relación con Dios que mira a todos los otros desde un pedestal. Cierta psicopatología sexual se adivina en la protagonista, pero esa afección es funcional a su egocéntrica visión de si misma.
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Recordamos, al verla, al piadoso anacoreta que llega al cielo de Swedenborg y que se ha empobrecido espiritualmente de tal modo que no puede disfrutar de las bellezas del paraíso; el compasivo Dios le inventa un desierto para que esté conforme en su contemplación solitaria a un costado de un cielo que no merece. Céline es esa clase de religiosos que necesita demostrar el fervor con el que ama a Dios para disimular su el desprecio que sienten por los otros. Ése es el punto en el que el comportamiento deja de ser piadoso, para volverse hipócrita.

El guión de Bruno Dumont nos revela un rasgo trascendental del fanático religioso: su falta de amor al prójimo. Es un contrasentido. Pero es un rasgo que distingue al creyente del fanático. Por sus frutos los conocerán, sentenció cierto pescador de Galilea. El tipo que eleva su amor por Dios a esos niveles de egoísmo, podrá calzarse una bomba y volar a otros; podrá torturar y matar; podrá ser capaz de cualquier cosa de las que abomina Dios. En nombre de Dios, por supuesto.

Para reflexionar y pensar.

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