22.6.10

supermartín

la nación

Creo que la última vez que grité un gol de la Selección así, para quedarme disfónico, fue con Caniggia en ese monumental triunfo ante Brasil en Italia '90. Después, perdí el romance con la Selección. El divorcio emocional lo selló Verón caminando despacito a buscar un lateral, a minutos de quedar eliminado de Corea – Japón 2002.

Un poco me ilusioné con la Selección de Pekerman en Alemania 2006. Pero, pese a la digna eliminación ante el local, me quedó el gustito de que ese plantel estaba para más y que, tal vez, con un Riquelme más rápido, más conciente de que ese era su momento en la historia, acertando el par de pases que no le dio a Crespo, matábamos de contrataque a Alemania y nos llevábamos la Copa caminando.

Lo que siguió después tampoco renovó el romance. Todo lo contrario. Un equipo de estrellas que se cargó, infamemente, al técnico, mientras otro candidato hacía lobby desde afuera para sentarse en su lugar. Pobre, Coco Basile, uno de esos pocos tipos con códigos que quedan en el fútbol local, que tuvo que irse con su sueño mundialista bajo el brazo, otra vez, como en 1994, otra vez con Diego Maradona en el medio, su karma particular.

Por eso, esa noche de sábado lluviosa, cuando Argentina no daba pie con bola frente a Perú y estaba a punto de quedarse afuera de Sudáfrica 2010, podía decirse que asistíamos a un acto de justicia poética. Ese plantel y ese técnico merecían mirar el mundial por televisión, sentados en casa. Por estrictos motivos éticos. No deportivos.

Pero (siempre hay un pero), había un tipo que aprovechó una bola, en off side, en tiempo de descuento extra large y le sacó las papas del fuego al plantel que estaba a punto de caer al precipicio del ridículo.

El tipo era Martín Palermo, uno de esos optimistas del gol, esos goleadores que querríamos tener en nuestro equipo y que puteamos cuando están en el de enfrente, porque te vacunan pegándole con la canilla o con la rodilla. Un tipo que rompió récords históricos en el fútbol argentino, que le tocó luchar siempre con todas en contra, prensa, lesiones, muertes y que todavía le siguen exigiendo derechos de piso (como suele ser habitual en Argentina con los tipos que valen).

El tipo los salvó a esa manga de forajidos. Y también era justicia poética. Que Palermo se llevara ese recuerdo de la Selección y no de los tres penales que se comió en una Copa América ante Colombia (cosa que habla más de los “compañeros” que no le pidieron la pelota en el tercer penal que del balde en la cabeza que portaba Martín esa noche). Hasta en esa balanza cósmica, esos chantas se merecían otra oportunidad, sólo para que este tipo disfrutara ponerse, otra vez más, el traje de superhéroe y quedar en la historia de la Selección.

Bueno, hace un ratito terminó el tercer partido ante Grecia. Con equipo suplente, todo cocinado, Argentina ganaba uno a cero y ni perdiendo nos quitaban el primer lugar. Todo venía tranquilo y, confieso, grité el primer gol con cierta apatía, como los otros. Seguía con esa neutralidad emocional a la Selección, frialdad que data de ese lateral veroniano del 2002.

Y entonces se levantó el rubio y se puso al costadito de la línea de cal para entrar.

Estaba bien. Que el tipo que nos metió en el Mundial, tuviera sus minutitos de satisfacción para contarles a su descendencia: “¿Ves? Yo también jugué un Mundial...”.

Y, ¿podés creer?, faltaba poco, pero el tipo intentó una (que se fue afuera) y siguieron los ataques y ya, todos los que seguíamos el partido frente al televisor, empezábamos a hacer fuerza. Sí, fuerza, no por el resultado, no porque nos fuera la vida en un gol más.

No.

Queríamos el gol de Palermo.

Y entonces es cuando viene ese pelotazo de Messi en el palo y la pelota le queda servida, ahí, al rubio, que, sin ponerse nervioso, la manda adentro.

Ahí gritamos, saltamos, reímos, como hace tiempo que no lo hacemos con la Selección.

Porque esa alegría de pibe de potrero que se le dibuja en la cara, te la transmite a vos y no podés más que saltar de alegría junto a este tipo que te sacude el árbol en un Mundial de jugadores obedientes, marketineros y aburridos hasta la displicencia.

¿Cómo no gritar y quedarte afónico con ese gol, aunque no valga para nada, aunque no te clasifique ni te dé una copa? ¿Cómo no emocionarse con el gol de un tipo que entra al área con el corazón en la mano apuntándole al arco entre ceja y ceja?

Porque ese tipo se merecía poder decirle a su descendencia: “¿Ves? Yo jugué un Mundial... Hice un gol también”.

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