18.7.11

el manuscrito 512 (I)

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En 1839, el naturalista brasileño Manuel Ferreira Lagos halló en los archivos de la Biblioteca de la Corte (la actual Biblioteca Nacional) un documento datado en 1754. Se trataba de un manuscrito de diez páginas, deteriorado por el paso del tiempo, conteniendo el relato del descubrimiento de una ciudad en el interior de Brasil. Posteriormente fue catalogado en la Biblioteca con el número 512, nombre con el que pasó a la historia. El Manuscrito 512 es el relato de la visita a una ciudad perdida en lo profundo de la selva y la historia.

El Manuscrito 512 es el relato de una expedición escrito por un oficial, un Mestre de Campo (Maestro de Campo), única referencia sobre el autor. En una carta personal, a una persona de importante rango social, el narrador comenta su experiencia de una década de expediciones por el interior brasileño, en busca de las legendarias Minas perdidas de Moribeca. Esas ricas minas eran buscadas desde el siglo XVI – XVII, cuando la Corona trató de engañar a un personaje que hizo ostentación de su fortuna obtenida por la explotación de unas supuestas minas, cuya ubicación sólo eran conocidas por él. El protagonista se había propuesto cambiar el paradero de las minas por un título de Marqués. La Corona trató de engañarlo y Moribeca (tal el apodo del personaje) falleció en prisión sin revelar el sitio. Desde entonces, las Minas de Moribeca pasaron a formar parte del imaginario del pasado brasileño.

El relato del Manuscrito 512 describe el momento en que los expedicionarios (los célebres bandeirantes) descubren una ciudadela, en la región cercana a los ríos Paraguaçu y Uná (el actual estado de Minas Gerais). Tras perderse en la selva, los expedicionarios se topan con una cordillera de montes elevados, compuesta de un cristal tal que brillaban ante el sol. Acamparon al pie de los montes, al no encontrar camino para avanzar. Pero, el destino movió sus hilos. Un miembro del grupo persiguió un venado blanco y terminó, accidentalmente, topándose con un sendero abierto entre sierras (“que parecían cortadas a propósito”).

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Los expedicionarios tomaron por ese camino y, tras una lenta subida, pudieron examinar el lugar desde cierta altura. “Divisamos más o menos a legua y media, un gran poblado, pareciéndonos por lo dilatado de la figura, una Ciudad de la Corte de Brasil” cuenta el relato.

Descendieron al valle y esperaron, durante un par de días, que los pobladores de la Ciudad salieran a recibirlos. Como nada sucedió, enviaron a un indio en una misión de reconocimiento. Los expedicionarios escuchaban el cantar de los gallos y consideraban eso como un signo de que la Ciudad estaba habitada.

Pero no era así.

Ante la evidencia de que el lugar estaba desierto, el grupo entró a la Ciudad por el único camino existente, “cuya entrada está hecha por tres arcos de gran altura, el del medio más grande que el de los dos costados; sobre el grande y principal, divisamos letras que no pudimos copiar por la gran altura. Hay una calle del largo de los tres arcos, con casas de pisos de una y otra parte, con los frentes de piedras labradas y ya obscurecidas; notando que por la regularidad y simetría con que están hechas, parece solo una casa, y sin tejas, porque los techos son de ladrillo, quemados unos y de lajas otros”.

El Manuscrito 512 continúa describiendo una ciudad, absolutamente desierta, sin muebles ni enseres domésticos dentro de las casas, con semejanzas a las urbes grecorromanas. Se describe una plaza con una columna de piedra negra en el centro, coronada por la estatua de un hombre con el brazo extendido señalando al norte. En la calle principal, descubrieron, en un pórtico, el bajorrelieve de un joven desnudo con una corona de laureles. Grandes edificios adyacentes a la plaza, sugirieron la existencia de un palacio y de un templo derruido (con cruces y coronas).

A tres días de la ciudad, los expedicionarios hallaron una catarata y, en la zona cercana, hondas cavernas cuya profundidad no pudieron ser medidas, por más que lanzaron cuerdas para medirla. En la superficie hallaron clavos de plata que supusieron fueron sacadas de las minas y dejadas allí, hacía mucho tiempo.

Tanto en la mina, como en el templo y en el palacio, hallaron inscripciones, muchas de las cuales transcribieron al Manuscrito 512.

“A tiro de cañón”, hallaron una casa de campo con una gran sala a la que dan quince casas pequeñas. Uno de los expedicionarios, un tal Joao Antonio, encontró en esa casa una moneda de oro esférica, con la imagen de un joven arrodillado en un lado y de un arco, una corona y una flecha, en el otro.

Otro incidente llama la atención. Una avanzada del grupo, inspeccionado la zona, divisó a dos individuos, de aspecto y vestimentas europeas, huir en una canoa. Pese a que se lanzaron disparos de advertencia, no pudieron ser detenidas. El deterioro del Manuscrito 512 deja en dudas qué sucedió después; sólo se lee que se enfrentaron con salvajes bravos y velludos.

La expedición alcanzó la confluencia de los ríos Paraguaçu y Uná donde prosiguieron su viaje. El autor del Manuscrito 512 emprendió ahí la redacción del documento, dirigida a cierto personaje importante (y desconocido) de Río de Janeiro, participándole del secreto de lo hallado en la expedición: “más yo le doy a Vm. de las minas lo que hemos descubierto, recordando lo mucho que le debo”.

Hasta ahí lo que se puede obtener de la lectura del Manuscrito 512.

Pero no es el final. Es el punto de partida para todos los investigadores que intentaron encontrar la ciudad perdida descripta en el documento.

(continúa mañana)

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