La primera vez que le presté atención a esta tendencia, fue en un festejo familiar en un restaurante. Era la hora del postre y ya estaba bien avanzado el convite. La gente había quebrado el hielo y estaba charlando amablemente con sus compañeros de mesa. En ese preciso instante, a algún cranéocrata se le ocurrió que había que levantar el clima para que no decayera. La música empezó a atronar a gran volumen, el suficiente para tapar cualquier intento de conversación. No faltaron los omnipresentes demagogos que, de pie, arengaban con palmas a una convocatoria bailable que fue seguida, con desgano, por unos pocos con caras de fastidio. A la media hora, los invitados empezaron a retirarse. La fiesta se acabó una hora después.
Desde entonces, presté atención a una necesidad creciente de llenar el silencio con música. Una (mala) costumbre que nos viene persiguiendo en las reuniones sociales. Otros ejemplos: restaurantes con televisores encendidos a todo volumen, de tal modo que hay que gritar para escuchar a la persona que tenemos enfrente; cenas íntimas en la que está cool encender el equipo de audio para que sirva de telón de fondo a nuestra conversación; televisores prendidos en salas de espera, aún cuando todos se han ido y no queda nadie y están en plena madrugada; colectivos que ponen parlantes en los asientos traseros para que tengamos el placer de escuchar la cumbia que el chofer escucha al palo en la parte delantera de la unidad.
Hay que destacar, en mi opinión, dos fenómenos concurrentes en esta tendencia. La primera, es la confusión en la que caen muchos de mezclar alegría con ruido. Para este grupo, la exteriorización de estar pasando un buen momento, se expresa por el barullo. Cuanto más ruido, más decibeles, más rutinas gimnásticas, mayor debe ser el grado de alegría. El ruido es el indicador de que se está vivo y (más aún) de que se vive plenamente. La creencia no deja de ser otro dogma más pero sus seguidores (aunque sean minoría) se hacen sentir por su entusiasmo militante.
Pero el otro fenómeno es el que me interesa destacar en este post, fenómeno concurrente, como hemos dicho, al anterior. El miedo al silencio. Es un equivalente acústico del miedo al vacío. No se puede permanecer frente a ese vacío, sin llenarlo. Hay una pulsión, en estos tiempos modernos, de urbes atestadas y polución sonora, de ocupar el silencio. Como puede verse, es un hecho completamente diferente al anterior, pero suelen ser concurrentes porque el miedo al silencio se lleva bien con la existencia de una banda bochinchera que ocupe el espacio inhabitado por el sonido.
La pregunta que deberíamos hacernos es cuál es el motivo del miedo al silencio.
Especulemos.
En primer lugar, pensemos que no tememos tanto al silencio por sí mismo, sino a lo que el silencio nos da. La posibilidad de quedar expuestos al pensamiento del otro. O, peor aún, al pensamiento propio.
Cuando el silencio suprime el sentido de la audición, quedamos expuestos al otro, a lo que el otro puede hacer, a lo que el otro siente. Y, a la vez, brutalmente, a lo que estamos sintiendo y pensando; más aún, a lo que estamos sintiendo y pensando cuando el otro piensa y siente.
Pensar y sentir son las actividades básicas que nos definen como seres humanos. Mucho más que hacer ruido pateando tachos de basura o tocando timbres por la cuadra.
Entonces, tal vez (sugerimos), el temor que esconde el miedo al silencio no es a la ausencia de sonido, sino a la posibilidad de revelarnos y revelar al que tenemos enfrente y tener que lidiar con ese evento de (auto)conocimiento.
Para reflexionar un momento.
Y si no… subir el volumen.
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