16.2.15

pasajes

Los pasajes porteños son mundos paralelos dentro de la geografía de la ciudad. Entidades que permanecen en quietud, pachorra metafísica, colgados en una intersección del tiempo y el espacio.

Invito a visitar, como visité en estos feriados de Carnaval, los pasajes de Buenos Aires. Metanse en barrios periféricos, recorran, en la tardecita de sol, los estrechos desfiladeros que medran a espalda de avenidas y calles principales.

Derivé en mi viaje a los arrabales de Devoto, donde viví treinta años. Recorrí esos pasajes que caminé de chico (Laureles Argentinos, Naciones Unidas, Diego de Rojas, Pedro de Valdivia), bordeando la cárcel, la omnipresente torre de agua a cuadros rojos y blanco que podía ver desde la terraza de una casa que ya no existe. Algún cambio cosmético, alguna puerta nueva, una casa distinta. Pero el tiempo no parecía haber cambiado. Los pasajes estaban ahí, sin mutaciones, como si estuvieran petrificados en una hora determinada (en un tiempo indeterminado, mejor dicho), en su transcurrir de mero perdurar sin tensiones ni desvelos.

Inevitablemente, encontraremos al vecino en camiseta pintando una puerta o, tal vez, revisando el motor de un coche para enmascarar el hastío con dedos engrasados. Una baldoza floja, una puerta abierta, una sobremesa que se adivina tras una ventana entornada, la rajadura de una pared inclinada, los yuyos asomando entre estrías de una baldoza quebrada de la vereda.

Los pasajes recuerdan esa condición efímera de la vida. Basta alzar la vista para verlos morir, un par de calles más allá, cinceladas en un vaivén de trazo inseguro, con nombres que sobreestiman su incongruencia: un paisaje Hawai, otro Boston, otro Belfast.

Atravesé una esquina que se me hizo conocida y en esa esquina, una pizzería que alguna vez fue la peluquería de un italiano del Norte, flaco, pelado, elegante y caballero, de un bigote finito que olía a perfume y talco, gomina en frasco y a tinta de una pila desordenada de Gentes y Siete Días viejas que devoraba extasiado esperando mi turno en el sillón giratorio. Allí descubrí los dibujos de Landrú, al que todavía leo con el eco de un rasgar de tijeras frotado contra el élitro – peine cual grillo en celo. Sobre una silla, La Prensa del día ya leída, un espejo que no está, una cortina de flecos peludos como la cola de un mono y una serie de frascos que irradiaban un arco iris con el roce del sol que se filtraba por la vidriera al gambetear el opaco Peluquería pintado en inverso negro.

Pensé en lo que no está, pensé en lo que estuvo, como olvidé su nombre antes de girar la esquina.

Cuando la tarde se arrastraba en un sol en duda, me topé con un perro aburrido mirándome desde el marco de una ventana, una pata sobre el borde, asomando apenas la cabeza pelada, como queriendo entretenerse en la calma chicha de la siesta. Una mirada vacía, un gesto mecánico ante el vacío de la vida. ¿Qué símbolo más desesperado que ése del animal esperando entretenerse mirando por una ventana a una calle donde nadie pasa, donde nada cambia? Me miró como quién entiende que quien se anima a transitar un pasaje porteño a esa hora de la tarde, está plenamente consciente de la inutilidad de las cosas, de la morosidad perpetua y sin sentido del cosmos.

No me ladró. No movió su cabeza. Permaneció en silencio, la pata en apoyo, simplemente esperando como yo espero, en el arrabal de una tarde que perece sin saberlo, sin admitirlo quizás.

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