15.7.15

apuntes de historia argentina: anécdota sobre la primera invasión inglesa (II)

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De pronto aparecieron unos hombres con trajes parecidos a uniformes y provistos de objetos que parecían armas. Se plantaron en el camino por el que avanzaban los ingleses y se oyeron algunos tiros. A juzgar por el resultado, parecía que los recién llegados habían apuntado, cortésmente, al aire.

El virrey, Marqués de Sobremonte, alertado por un marino francés del desembarco, estaba en el teatro escuchando atento una obra de Moratin que ya causaba furor, llamada “El sí de las niñas”. Tuvo que dejar de escuchar a las niñas y mandar, por las dudas, un pelotón al encuentro del enemigo.

Encontrar a los ingleses no resultó difícil, porque ni sobraban los caminos ni los ingleses se estaban escondiendo. Una vez frente a éstos, no les resulto fácil a los milicianos apuntar con serenidad y al mismo tiempo, esquivar las balas adversarias. Esto último resultó ser lo más urgente, y si vivir es lo primero, se vio claro que de seguir con esa absurda pretensión de matar sin ser muerto no iban a quedar muchos para el combate subsiguiente.

Una instintiva prudencia impuso retirarse, una razonada prudencia convirtió la retirada en huida... Y los 1600 hombres de Beresford entraron a Buenos aires, ciudad de 50,000 habitantes y capital de Virreinato español, como si se tratara de un desfile.

La imprevisión e incapacidad de organizar la resistencia tiene un solo responsable: Sobremonte. Conducta difícil de explicar la suya por tratarse de un funcionario antiguo y conocedor del país y sus recursos.

Se marchó raudo al interior, a Córdoba, junto con los caudales que pensaba salvar, pero fue detenido en Luján. Los caudales, confiscados y tiempo después, exhibidos en un triunfal desfile en Londres.
Sin embargo, no fue Sobremonte el único culpable. Cuando Beresford señaló día y hora para recibir el homenaje de los funcionarios coloniales, a quienes exigió juramento a la nueva dominación, sobraron los que se atropellaron, para que las reverencias a Su Majestad Británica no llegara demasiado tarde.

Como buen conquistador, Beresford otorgó plenas libertades en el ejercicio de la fe, asegurando la protección de la religión católica y sus ministros. Así también, tranquilizó a los sectores acomodados, mediante la promesa de protección de la propiedad privada y el pago de los suministros en tiempo y forma según los valores fijados por el Cabildo.

Pero Beresford, que no era torpe, comprendió que algo no marchaba bien. Los juramentos de fidelidad de los adulones y funcionarios acomodaticios, no reflejaban el sentimiento general de la población. Pronto, una resistencia clandestina vinculó a varios centenares de vecinos, medianamente armados.

Los porteños no tenían un plan de ataque, hasta que apareció Santiago de Liniers. La experiencia militar de éste planteó una estrategia metódica. Primero, saber con qué fuerzas contaba el enemigo. Beresford, queriendo ocultar la debilidad numérica, pedía dobles raciones de las necesarias.
Liniers se traslado a Montevideo, donde su elocuencia consiguió hombres y barcos. La niebla lo ayudó a burlar los buques ingleses y cuando entró a Buenos aires, vecinos voluntarios y gauchos ayudaron a arrastrar los cañones hasta la Plaza Mayor.

“Millares de habitantes bien armados y llenos de pundonor, no esperan más que una señal para arrojarse sobre las tropas británicas” decía la intimación que le hiciera llegar Liniers a Beresford. Y le daba 15 minutos para “librar sus tropas a una total destrucción” o “las entregaba a la discreción de un enemigo generoso”. Popham le propuso, bombardear la ciudad desde los barcos y, si ésta no se rendía, cargar el botín y marcharse.

Beresford no atendió ni una ni otra sugerencia. La lucha fue encarnizada y se derrochó coraje por ambos bandos. Acorralado en el fuerte, Beresford, arrojó su espada desde lo alto de la muralla en señal de rendición.

Beresford y sus oficiales, ya vencidos, no vivieron la existencia aburrida de prisioneros que puede suponerse.

Cómodamente alojados en casa de familia, asistían a reuniones, pues se les permitió disfrutar de esa libertad por haber dado la palabra de honor de no escaparse. Impregnaron la severa cortesía española con la costumbre de brindar con las copas en alto y el ademan de saludar estrechando la mano. Los ingleses, derrotados militarmente cuando entraron sin permiso, terminaron conquistando a la gente como gentlemen.

Fuente:
“Nueva Historia Argentina” de Gustavo G. Levene (h)

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