13.7.15

en las puertas de Plutón

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A mediados de febrero de 1930, el astrónomo estadounidense Clyde William Tombaugh examinaba de forma minuciosa decenas de placas fotográficas en el Observatorio Lowell, en Arizona. Percival Lowell, un excéntrico millonario apasionado por la astronomía, había financiado años atrás su construcción con la esperanza de encontrar respuesta a sus dos mayores obsesiones: hallar vida en Marte –con vana fortuna, puesto que confundió los supuestos canales marcianos con capilares sanguíneos de su propio globo ocular al haber convertido, de forma inadvertida, su telescopio en un instrumento oftalmológico– y, por otro lado, localizar el llamado planeta “X”. Un lejano planeta que, a juzgar por las variaciones que parecía inducir en la órbita de Neptuno, tenía que ser muy, muy grande.

Tombaugh se dedicó en cuerpo y alma al segundo objetivo. Y lo consiguió. Al menos eso creyeron tanto él como la comunidad internacional, aunque el hallazgo conllevó una cierta decepción. El planeta era muy, muy pequeño, con una órbita tan excéntrica que llegaba a cruzarse con la del gigante helado Neptuno. Y una inclinación inusual de 16˚ con respecto al plano de la eclíptica. Pero al neonato había que ponerle un nombre, y a una niñita de Oxford –Venetia Burney– se le ocurrió que Pluto le cuadraba bien. Un dios del inframundo de tres al cuarto pero que podía hacerse invisible y, además, las iniciales PL rendían homenaje al soñador Lowell. Y también lo catalogaban como planeta.

Tombaugh siguió escudriñando el cielo de forma incansable hasta su muerte –ya con 90 años–, y no sólo descubrió Plutón, sino que también le echó el lazo a 15 nuevos asteroides mayores. Y a un buen número de ovnis, inclasificables en categoría alguna pero que le dieron una confusa fama entre propios y extraños. En 1992, y aún en vida, la NASA comenzaba a proyectar la visita a Plutón, el planeta americano. Y los agentes de la NASA, siempre correctos, le pidieron el pertinente permiso a Tombaugh, a lo que este accedió no sin antes advertir –y no se equivocaría en esto ni un ápice– del frío y largo viaje que significaría tal aventura. Lo que Tombaugh no sabía es que él iba a figurar en la lista de pasajeros.

El 19 de enero de 2006 la sonda New Horizons partió desde Florida rumbo al planeta Plutón y al más lejano aún cinturón de Kuiper. En la parte inferior del ingenio va sujeto un pequeño relicario espacial que contiene una onza de sus cenizas –donado por su esposa Patricia, que le sobreviviría hasta los cien años–, y otros objetos imprescindibles para la colonización tales como un par de dólares, unos sellos y una bandera americana con los que, si el bueno de Tombaugh resucita cual ave fénix, tendrá con qué empezar allá.

(…)

“El largo viaje de Clyde Tombaugh”
ENRIQUE JOVEN ÁLVAREZ
(el país, 09.07.15)


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