El estornudo fue algo más que una molestia pasajera. A la madrugada se convirtió en una congestión y a la mañana ya tenía varias líneas de fiebre con tos incluida. Llamé al trabajo para avisar que no iría ese día, aliviado de que la tarea estuviera terminada y que pudiera tomarme esa jornada de descanso.
Lamentablemente, subestimé mi estado. El cuadro avanzó. A media tarde, bordeaba los cuarenta grados, la respiración se había hecho muy agitada y me vi obligado a visitar a un médico. El diagnóstico fue una fuerte infección pulmonar. Me recetó antibióticos, reposo estricto, hidratación y estar atento a la evolución. La posibilidad de una internación no estaba exenta a esa altura. Dependía de cómo progresara en los siguientes días.
Mi condición empeoró en los días siguientes. Apenas podía levantarme de la cama. La fiebre se negaba a bajar y, aunque la tos tendía disminuir, aún me costaba respirar normalmente.
En los días que estuve postrado, recibí el llamado de Juan Carlos. Se preocupó por mi estado. Insistió en pasar por mi casa, pero me negué terminantemente: no quería tentar a la suerte y correr el riesgo de contagiarlo.
Juan Carlos me mandó los saludos de Telma, que el trabajo había sido presentado satisfactoriamente (con elogios de la Gerencia inclusive) y que no me preocupara más que en recuperarme en forma adecuada.
Estuve una semana en esa condición, muy débil, pero mejorando día a día. Recibía los llamados de Juan Carlos que mostraban un tono en sincronía con mi enfermedad: los primeros eran de preocupación, prolongados, sentidos; los últimos, ocasionales, breves, estrictos, como si intuyera mi mejoría.
En esa semana que estuve en cama, no pude apartar de mi pensamiento de Telma. En las noches de fiebre, intenté (sin éxito) ver su cara en las sombras, recordar sus rasgos. Pero se habían borrado, extrañamente, como si ella se hubiera ido de mi vida.
Había tomado una decisión. Cuando volviera al trabajo, enfrentaría a Telma y le diría que quería salir con ella. Íntimamente sentía que Telma era la mujer de mi vida. Y no iba a dejar pasar el tren, otra vez.
Lamentablemente, cuando retorné al trabajo, noté que en esa semana las cosas habían cambiado. Tal vez demasiado.
En primer lugar, noté a Telma resplandeciente, pero ya no hacia mí. Entiéndase, brillaba. Pero ese brillo no me correspondía. Era notoria su frialdad. Intercambiamos algunos comentarios sobre el trabajo, se interesó por mi salud, pero con ese tono neutral que la caracterizaba en sus primeros días en la empresa. Intenté hacer algún comentario, una sonrisa, algún acercamiento para recuperar la magia anterior a mi enfermedad. Pero no encontré ninguna respuesta de su parte.
También noté extraño a Juan Carlos que vino a verme en cuanto supo que me había reincorporado a mis tareas. Dos cosas llamaron mi atención: lo vi muy bien arreglado, más que de costumbre, con una chispa especial en la mirada; también me resultó raro que evitara mirarme de frente, apartando la vista, con cierto temblor en la voz al contestarme.
Los días siguientes no cambiaron las cosas. Telma siguió con su glacial trato y Juan Carlos aparecía a cada rato por mi sección, con la excusa de ver cómo estaba y si me sentía bien.
A mitad de semana, sin embargo, lo sorprendí hablando con Telma en el pasillo que daba a las escaleras de servicio. Yo acaba de salir del baño y tardé en darme cuenta que eran ellos. Había una nota discordante en ese diálogo, algo distinto del trato que habitualmente llevaban entre ellos. Tal vez la cercanía entre ambos, las palabras de Juan Carlos, cuidadosamente dichas en voz baja para hacerlas ininteligibles, cierto grado de intimidad nuevo en ellos.
Juan Carlos se dio vuelta al oírme caminar por el pasillo y se puso serio, como si lo hubiera sorprendido en un delito. No puedo olvidar la mirada de Telma, desprovista de toda vida, casi diría, con cierto tono de desdén por mi presencia. Juan Carlos se dio vuelta para verla, volvió a mirarme y sonrió. Se acarició la nuca, despeinándose, mientras se acercaba diciéndome que le estaba preguntando a Telma dónde estaba, que había venido a verme.
Retrocedió un segundo hacia ella y, tocándole un codo, le dijo: “Lo encontré. Gracias”.
No estaba buscándome para nada en especial. Puso la excusa de que quería saber cómo me sentía, si estaba todo bien de salud y después (sólo después) de una charla repleta de lugares comunes, me dijo que tenía (que necesitaba) hablar conmigo y si tenía tiempo para un café después del trabajo, cosa que acepté obviamente.
En el café lo vi muy nervioso, bajando la mirada, tomándose su tiempo para echarle azúcar al café y revolverlo meticulosamente, muy concentrado en esa tarea como si fuera de vital importancia, contestándome en forma distraída, como si estuviera escuchándose a si mismo, más que a lo que yo dijera.
“Vos sabés...” dijo sin mirarme “uno no planea esas cosas... pasan”. Y levantó la mirada para verme, como esos chicos que confiesan haber sido culpables de tirar el jarrón roto. Había un raro brillo en esa mirada, un brillo que me pareció, en el fondo de esos ojos negros, cierto verdor de hebras doradas, ajeno pero conocido. “Estamos saliendo. Quería que lo supieras. Porque no sé... tal vez, vos...”.
No logré entenderlo en un primer momento. Mi cara debe haber mostrado esa incomprensión porque se vio obligado a aclararlo: “Telma...”.
Su nombre cerró todos los cabos sueltos. Comprendí lo que había pasado en esa semana que yo había estado ausente.
Disimulé mi decepción. Le indiqué que no había nada entre nosotros, que lo felicitaba por su decisión y que esperaba que fuera lo mejor para ellos. Sonreí como una reafirmación de mi indiferencia, rogándole que descartara cualquier culpa.
Juan Carlos sonrió con alivio, diciendo que estaba preocupado, que éramos amigos y que no quería que esto dañara nuestra relación.
“Para nada” dije y desestimé toda suposición en dicho sentido.
Me fui del café sabiendo que había perdido a un amigo conjuntamente a la mujer de mi vida.
(Continúa mañana)
26.5.16
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