Los meses siguientes fueron insoportables para mí. No sabría decir que era peor, si la molestia que me ocasionara las visitas de Juan Carlos a mi sector para hablar con Telma con cualquier excusa o el esfuerzo que me demandaba simular que esas charlas no influían en mí. Para peor, Telma resplandecía día a día, rejuvenecida, con una belleza y vigor que ahondaban mi envidia; envidia por no haber sido el hombre que iluminó su vida.
Al contrario, Juan Carlos se mostraba inseguro, hasta opacado junto a Telma. Su natural seguridad, su energía en cada tranco, cedían a su lado. Comprendí que Telma era para él imprescindible; que había encontrado alguien que no podía dejar pasar, que era su razón de vida. Y que sostener esa relación ponía en compromiso su ser. Me encontré recordando con nostalgia cuando Telma había significado algo parecido para mí.
Un día vi mi rencor en el reflejo accidental de una puerta y comprendí que no era sano seguir en el medio de la felicidad de Juan Carlos y Telma.
Se dio la oportunidad de un cambio laboral. La empresa tenía pensado en instalar una agencia de representación en Pergamino, con la idea de expandirse a Santa Fe y Córdoba donde estaba gran parte de su clientela. Era el puesto ideal para un joven profesional, sin familia, trabajador y con ganas de cimentar un futuro en el ramo. Sin pensarlo dos veces, me postulé para el cargo y debo decir que lo conseguí sin esfuerzo. El Gerente alabó mi actitud de progreso que demostraba con mi pedido pero lo cierto era que, en la decisión, lo único que primó fue estar lo más lejos posible de Buenos Aires y de Juan Carlos y Telma.
Nos despedimos de Juan Carlos con un apretón de manos (débil, casi tembloroso), prometiéndonos encuentros futuros que sabíamos nunca se darían. Se mostraba nervioso, inseguro. Se abrazaba a Telma como si necesitara una fuerza que no tuviera, una fuerza que ella derrochaba, esplendorosa, vital como pocas veces la había visto. Ella se despidió con un beso y me pidió que me cuidara. Pero la sentí tan alejada de cualquier preocupación por mí que entendí que era una mera fórmula de cortesía.
Las semanas siguientes fueron lo suficientemente atareadas para que la imagen de Juan Carlos y Telma se fueran diluyendo en el recuerdo. El trabajo inicial era agotador. Instaurar la agencia, contratar al personal, formarlo, empezar a demostrar los resultados prometidos. Y a la vez, conocer la ciudad, adaptarse a su ritmo y empezar a ganarse la confianza de los que serían, más que clientes, vecinos y amigos.
Llegaban las cartas de Juan Carlos, primero con frecuencia y puntualidad, luego se volvieron calculadamente raleadas. Algún llamado telefónico (sobre todo cuando tenía que contactarme con la Oficina central) me reencontró con su voz, cascada, con una ronquera persistente que intentaba aclarar tosiendo con esfuerzo.
Luego, las cartas cesaron.
Y llegó el día que pude sentirme libre de Telma y de Juan Carlos.
Cuando el negocio se consolidó y pude tener más tiempo libre, conocí a una mujer, Estela, quien sería mi esposa y la madre de mis hijos. No lo sabía entonces. Pero al besarla no pude evitar comparar ese momento con aquel en que dejé pasar mi oportunidad con Telma.
Meses después de conocer a Estela, llegó una carta de Buenos Aires. Reconocí la letra de Juan Carlos. Me contaba que había dejado la empresa (cosa que ya sabía) y que tenía una noticia que darme. Junto a la carta, había un sobre con una invitación: me participaba de su casamiento con Telma.
Garabateé una excusa, le deseé mis mejores deseos y remití un regalo formal a la nueva pareja.
Y supe que se cerraba una parte importante de mi vida.
(Continúa mañana)
27.5.16
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