17.11.04
Terragno
Párrafos destacables del reportaje de "La Nación", del sábado pasado, a Rodolfo Terragno.
Hay algo que continúa presente en nuestra sociedad, algo que no nos abandona: tenemos la ilusión de que la Argentina se gane la lotería. Eso está vinculado con nuestra historia. Los sectores sociales dominantes hicieron un gran negocio cuando los países industriales no se autoabastecían de alimentos. Fue la época en la cual se dice que la Argentina era uno de los diez mayores países del mundo. Es una ficción.
-¿Nos engañaron, entonces?
-La Argentina fue una Arabia Saudita agropecuaria. Era una época en la cual el trigo y la carne ocupaban el papel del petróleo. Es una comparación exagerada, tal vez. Toda esta fantasía de que Buenos Aires se parece a París, de que tiene en algunos sectores una arquitectura parisina, es como decir que hay sectores de Riad que tienen una arquitectura neoyorquina. Hay una idealización de ese pasado. Se supone que la Argentina fue rica. Y muchas veces se habla de la pobreza como un hecho novedoso. Hay que ver, en el Museo de Bellas Artes, "Sin pan y sin trabajo", el cuadro de Ernesto de la Cárcova, y hay que ver "Los desocupados", de Antonio Berni. Hay que recorrer la historia del tango con aquello de Cadícamo: "Si habrá crisis, bronca y hambre/que el que compra diez de fiambre/hoy se morfa hasta el piolín". Es la expresión que tuvo la crisis cuando se acabó aquel negocio efímero de alimentar a los países centrales. Siempre hemos esperado la lotería. Se ha ilusionado parte del país con la convertibilidad, con la idea de que habíamos entrado en el Primer Mundo, con las inversiones traídas por la globalización y, ahora, con China.
El hombre de la villa que gana la lotería, medio millón de dólares digamos, a lo sumo sabrá cómo consumirlo o cómo dilapidarlo. Rockefeller sabrá cómo multiplicarlo. Con los países pasa lo mismo. No se trata sólo de encontrar inversores, sino de desarrollar la capacidad de multiplicar recursos. Eso está muy vinculado con la educación, la tecnología y la ciencia. Pero no se quiere entender. La permanente búsqueda de la solución mágica va demorándonos en las verdaderas soluciones. Y, en cuanto la gente está bajo el efecto hipnótico de esos procesos, es muy difícil que se le pueda advertir cuáles son los riesgos.
La convertibilidad tuvo sentido al principio. La Argentina vivió entre 1989 y 1991 un largo proceso de hiperinflación. Había que terminar con eso o eso terminaba con nosotros. El problema se presentó cuando se creyó que era un modelo. Como haber terminado con la hiperinflación tuvo un efecto mágico, se tradujo en poder político. Tanto que Menem fue reelegido y después a mucha gente, incluida la Alianza, le parecía que era un riesgo salir de la convertibilidad, un riesgo que no se podía asumir. Fue la tumba de la Alianza.
Cuando propuse una reestructuración preventiva de la deuda, una salida ordenada del tipo de cambio fijo, atado al dólar, y la sustitución por una vinculación con una canasta de monedas acorde con la composición de nuestro comercio exterior, Rudiger Dornbusch escribió un artículo en el cual decía que había que encerrarme en un jardín zoológico. Fue un gran engaño colectivo.
En la Argentina se divide todo en casilleros. Hay una idea: que político es aquel que vive de la política y para la política. Full time. Eso crea una clase de político que sufre lo que en psiquiatría se llama trastorno obsesivo- compulsivo. Es lo único de lo que sabe hablar; lo único que le interesa es la política. Entonces, usted tiene políticos que no leen filosofía, que no estudian economía, que no saben idiomas. Ahora viajan, pero también viajan las valijas. En la Argentina parece raro que un político haga otra cosa.
No coincido con esta idea de que lo único que puede hacer un político es el oficio torpe de presentarse a elecciones, discutir con otros políticos y reciclar los mismos conceptos.
En Wall Street no saben quién es la "Tota" Santillán, pero saben que este gobierno declaró acreedor privilegiado al Fondo Monetario, que le pagó puntualmente todas sus obligaciones y que le aceptó un superávit primario que no le había aceptado ningún gobierno en la historia desde que la Argentina entró en el organismo.
La última estrategia de desarrollo que ha tenido la Argentina fue a fines de los años 50, con el presidente Frondizi. La Argentina había desarrollado su industria liviana en la posguerra mediante un sistema de protección que obligó a satisfacer toda la demanda interior de bienes de uso con producción nacional. Eso llegó a un límite. Hacia fines de los 50, el desarrollismo imaginó que si se prorrogaba el proteccionismo a los fines de desarrollar las industrias de base y las industrias extractivas, se podía completar la integración industrial. Para fabricar heladeras y neumáticos, el ahorro nacional alcanzaba; para extraer petróleo y fabricar acero, no. Hacía falta capital externo. El plan consistió en abrir la Argentina al capital externo, pero no permitir que fuera donde quisiera, sino establecer un orden de prioridades, para que las inversiones se dirigieran a aquellos sectores que se consideraban palancas de desarrollo.
Vamos a tomar el último Perón y rescatar lo más meritorio que podía tener. Había llevado la concepción de la comunidad organizada al nivel de un acuerdo social. Usted podría decir que hoy sería plantear un modelo como el irlandés, que se basa en planes trienales sometidos al consenso de los representantes de la empresa, del trabajo y de la sociedad civil. Eso sería más o menos defendible. Usted podía estar en contra de Perón, y yo lo estuve, pero Perón, al menos, siempre tuvo una visión, una idea, aparte de las prácticas del peronismo, de los vicios del peronismo y de cualquier juicio que uno hiciera de las calidades personales de Perón. Pero el peronismo se dividió en un sector que adscribió a las ideas neoliberales y otro que se dedica a la gimnasia política. ¿Qué visión hay hoy? No hay allí una concepción, un modelo, una idea. Hoy no hay peronismo, sino una diáspora.
(la nación, 13.11.04)
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