Cuando el cielo está despejado y no brilla demasiado la Luna, el reverendo Roberts Evans, un individuo tranquilo y animoso, arrastra un voluminoso telescopio hasta la solana de la parte de atrás de su casa de las montañas Azules de Australia, unos ochenta kilómetros al oeste de Sidney, y hace algo extraordinario: atisba las profundidades del pasado buscando estrellas moribundas.
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Evans es, durante el día, un ministro bonachón y semijubilado de la Iglesia Unitaria Australiana, que hace algunas tareas como suplente e investiga la historia de los movimientos religiosos del siglo XIX. Pero de noche es, a su manera despreocupada, un titán del firmamento: caza supernovas.
Para comprender la hazaña que supone hacerlo, imaginen una mesa de comedor normal cubierta con un tapete negro sobre la que se derrama un puñado de sal. Los granos de sal desparramados pueden considerarse una galaxia. Imaginemos ahora 1.500 mesas como ésa -las suficientes para formar una línea de más de tres kilómetros de longitud-, cada una de ellas con un puñado de sal esparcido al azar por encima. Añadamos ahora un grano de sal a cualquiera de las mesas y dejemos a Evans pasearse entre ellas. Echará un vistazo y lo localizará. Ese grano de sal es la supernova.
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Yo me había imaginado que Evans tendría un observatorio completo en el patio trasero, una versión a pequeña escala de Monte Wilson o de Palomar, con techo cupular deslizante y un asiento mecanizado de esos que da gusto maniobrar. En realidad, no me llevó al exterior sino a un almacén atestado de cosas que quedaba junto a la cocina, donde guarda sus libros y sus papeles y donde tiene el telescopio (un cilindro blanco que es aproximadamente del tamaño y la forma de un depósito de agua caliente doméstico), instalado sobre un soporte giratorio de contrachapado de fabricación casera. Cuando quiere efectuar sus observaciones, traslada todo en dos viajes a una pequeña solana que hay junto a la cocina, donde, entre el alero del tejado y las frondosas copas de los eucaliptos que crecen en la ladera de abajo, sólo le queda una ranura estrechísima para observar el cielo. Pero él dice que es más que suficiente para sus propósitos. Y allí, cuando el cielo está despejado y no brilla demasiado la Luna, busca sus supernovas.
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Cuando levantamos la cabeza hacia el cielo, la parte del universo que nos resulta visible es sorprendentemente reducida. Sólo son visibles desde la Tierra a simple vista unas 6.000 estrellas y sólo pueden verse unas 2.000 desde cualquier punto. Con prismáticos, el número de estrellas que podemos ver desde un solo emplazamiento aumenta hasta una cifra aproximada de 50.000 y, con un telescopio pequeño de dos pulgadas, la cifra salta hasta las 300.000. Con un telescopio de 16 pulgadas, como el de Evans, empiezas a contar no estrellas sino galaxias. Evans calcula que puede ver desde su sotana de 50.000 a 100.000 galaxias, que contienen 10.000 millones de estrellas cada una. Se trata sin duda de números respetables, pero, incluso teniendo eso en cuenta, las supernovas son sumamente raras. Una estrella puede arder miles de millones de años, pero sólo muere una vez y lo hace de prisa. Y unas pocas estrellas moribundas estallan. La mayoría expira quedamente, como una fogata de campamento al amanecer. En una galaxia típica, formada por unos 10.000 millones de estrellas, una supernova aparecerá como media una vez cada doscientos o trescientos años. Así que buscar supernovas era un poco como situarse en la plataforma de observación del Empire State con un telescopio y escudriñar las ventanas de Manhattan con la esperanza de localizar, por ejemplo, a alguien que esté encendiendo 23 velas en una tarta de cumpleaños.
Por eso, cuando un clérigo afable y optimista acudió a preguntar si tenían mapas de campo utilizables para cazar supernova, la comunidad astronómica creyó que estaba loco. Evans tenía entonces un telescopio de 10 pulgadas -tamaño muy respetable para un observador de estrellas aficionado, pero que no es ni mucho menos un aparato con el que se pueda hacer cosmología seria- y se proponía localizar uno de los fenómenos más raros del universo. Antes de que Evans empezase a buscar en 1980, se habían descubierto, durante toda la historia de la astronomía, menos de sesenta supernovas. (Cuando yo le visité, en agosto de 2001, acababa de registrar su 34. descubrimiento visual; siguió el 35º tres meses más tarde y el 36º a principios de 2003.)
Pero Evans tenía ciertas ventajas. Casi todos los observadores -como la mayoría de la gente en general- están en el hemisferio norte, así que él disponía de un montón de cielo básicamente para él, sobre todo al principio. Tenía también velocidad y una memoria portentosa. Los telescopios grandes son difíciles de manejar, y gran parte de su periodo operativo se consume en maniobrarlos para ponerlos en posición. Evans podía girar su ahora pequeño telescopio de 16 pulgadas como un artillero de cola su arma en un combate aéreo, y dedicaba sólo un par de segundos a cada punto concreto del cielo. Así que podía observar unas cuatrocientas galaxias en una sesión, mientras que un telescopio profesional grande podría observar, con suerte, 50 O 60.
Buscar supernovas es principalmente cuestión de no encontrarlas. De 1980 a 1996 hizo una media de dos descubrimientos al año... No es un rendimiento desmesurado para centenares de noches de mirar y mirar. En una ocasión descubrió tres en quince días. Pero luego se pasó tres años sin encontrar ninguna.
-El hecho de no encontrar ninguna tiene cierto valor, en realidad -dijo-. Ayuda a los cosmólogos a descubrir el ritmo al que evolucionan las galaxias. Es uno de esos sectores raros en que la ausencia de pruebas es una prueba.
-Creo que hay algo satisfactorio en eso de que la luz viaje millones de años a través del espacio -dijo Evans- y, justo en el momento preciso en que llega a la Tierra, haya alguien que esté observando ese trocito preciso del firmamento y la vea. Parece justo, verdad, que se presencie y atestigüé un acontecimiento de esa magnitud.
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En 1987, Saul Perlmutter, del Laboratorio Lawrence Berkeley de California, necesitaba más supernovas la de las que le proporcionaban las observaciones visuales y decidió buscar un método más sistemático para localizarlas. Acabó ideando un ingenioso sistema valiéndose de sofisticados ordenadores e instrumentos de carga acoplada, básicamente cámaras digitales de gran calidad. Se automatizó así la caza de supernovas. Los telescopios pudieron hacer miles de fotos y dejar que un ordenador localizase los puntos brillantes indicadores, que señalaban la explosión de una supernova. Perlmutter y sus colegas de Berkeley encontraron 42 supernovas en cinco años con la nueva técnica. Ahora, hasta los aficionados localizan supernovas con instrumentos de carga acoplada
-Mediante estos instrumentos puedes dirigir un telescopio hacia el cielo e irte a ver la televisión -me dijo Evans, con tristeza-. El asunto ha perdido todo el romanticismo.
Le pregunté si le tentaba la idea de adoptar la nueva tecnología.
-Oh, no -me contestó-. Disfruto demasiado con mi método. Además... -Indicó con un gesto la foto de su última supernova y sonrió -. Aun puedo ganarles a veces.
BILL BRYSON
“Una breve historia de casi todo”
19.10.06
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